Rocío de la Oliva.- Vivir en torero sin haber toreado nunca y sin haber pisado jamás el albero, vivir cada día como si uno estuviera anunciado en lo alto del cartel, levantarse por la mañana con la sensación de que esa tarde va a suceder algo grande y acostarse cada noche haciendo memoria.

La Tauromaquia conforma un universo en el que se encuentran cada uno de los aspectos de la vida cotidiana, reflejando todos ellos su impronta sobre el Planeta de los Toros, que dijera el maestro Antonio Díaz Cañabate.

Vivir es torear, y la vida, como el arte del toreo, requiere de una técnica depurada como cimiento necesario y el valor como condición inevitable.

Para torear y para vivir se precisa de un aprendizaje que mejor será cuanto mejor sea el maestro que se tenga en cada momento.

La técnica se aprende en las escuelas y en las facultades, pero una parte de los conocimientos va pasando de los maestros a los alumnos de modo paralelo, como un complemento que no se puede adquirir de ningún otro modo.

Según quien nos enseñe aprenderemos con gusto o a base de golpes, disfrutaremos con el toreo de capa o seremos más idóneos para dar golpes de verduguillo, seremos capaces de lidiar con personajes de los más variopintos pelajes y dispondremos de un esportón con recursos suficientes para volvernos al hotel cada tarde sin pasar por el hule, porque las enseñanzas deben ser muy puras y a la vez colmadas de pragmatismo: No se puede salir a torear en la Real Maestranza sin haber toreado en plazas pequeñas, como no se puede uno enfrentar a la gran vida sin haberla vivido en prácticas.

El valor es un filo dorado con el que todos nacemos y que atesoramos guardado en un paño, para sacarlo a relucir en las ocasiones solemnes. Hay a quienes se les va la vida sin que lo hayan descubierto siquiera, pero otros comprueban que el valor nunca se agota y desde que lo descubren pierden el miedo de gastarlo.

Valor para dar la cara en los momentos duros, porque “las cornadas de la vida son más duras que las del toro y nunca cicatrizan” (José María Manzanares hijo)

Unas veces hay que enfrentarse a un toro bonito y bien hecho, fino de cabos, bajo de agujas, que nos muestra las palas de los pitones y que cabe en la muleta. Pero muchas otras cae en suerte un mastodonte, de penca gruesa y con una arboladura en la cabeza. Cada vez que percibimos el penetrante olor del Zotal como muestra de que en los corrales ya están preparados nuestros toros, ese filamento de valor tiene que comenzar a brillar, y ayudarnos a caminar de frente hacia esa reunión, ese examen o esa prueba de fuego que nos impone porque tanto nos jugamos. Los demás asistentes también están tragando quina y tragan más hondo cuando nos ven aparecer bien vestidos y con firmeza, con los machos muy bien atados y el capote de paseo bajo el brazo: Problemita, número 32, negro entrepelado, girón, meano y corrido, porque visto así no asusta tanto. Problema muy pequeño ante la dimensión de quien vive la vida en torero.

Vivir cada día como si uno estuviera anunciado en lo alto del cartel supone afrontar lo sencillo y cotidiano igual que el más importante de los retos que el más grande de los seres humanos haya tenido una sola vez en la vida, pasando el miedo justo y necesario para caminar pisando de talón, con las punteras hacia adelante.

También se vive diferente cuando se está enamorado, porque “cuando uno está enamorado, torea mejor” (Morante de la Puebla)

Levantarse cada mañana con la sensación de que esa tarde va a suceder algo prodigioso, lograr convertir cada jornada en lo contrario a un día anodino, ducharse y mirarse al espejo deja de ser una rutina para convertirse en un ritual, en liturgia misma de la vida vivida con intensidad.

Acostarse cada noche haciendo memoria permite cultivar la mente, provoca que las ideas se reposen y se asienten, que se pueda sacar provecho de los errores cometidos, etiquetar adecuadamente a los malajes y saborear con caramullo los triunfos ganados a capa y espada, siendo estas noches las que más difícil resulta conciliar el sueño, precisa y paradójicamente.

Las artes son bellas pero sólo en la Tauromaquia se crea y se muere de verdad, como en la vida. La moneda vuela por el aire cada tarde sin que se tenga la menor certeza sobre el resultado de la apuesta, porque da lo mismo cara que cruz cuando uno se entrega de corazón.

Ghandi afirmaba que uno de los mayores valores del ser humano es su espíritu de lucha por aquello en lo que creía, y consideraba que el sólo hecho de caminar en aras de un noble objetivo ya era motivo de satisfacción. Aunque por circunstancias nunca se pudiese llegar a la meta. En la Tauromaquia también como en la vida se palpa esto último y constituye uno de sus valores principales, porque en tiempos como los que corren resulta emotivo comprobar que existen jóvenes cautivados por el Arte de Cúchares y que desde que son niños tienen marcada una vocación que difícilmente les dará la gloria pero que con toda seguridad les va exigir un sacrificio sin igual.

La Tauromaquia es arte, es cultura y es un legado de valores de los que somos herederos y depositarios.

(*) Artículo premiado en el concurso de redacción de Aula Taurina en 2017

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