Carlos Crivell.- Toda la tarde fue una sucesión de emociones. Desde el paseíllo con Manolete como trasfondo para acompañar a las cuadrillas, hasta que se marcharon entre ovaciones los tres espadas, la corrida fue una verdadera fiesta del toro y de los toreros. Seis de Victorino de seis sementales diferentes, cada uno con una personalidad definida, que lograron el milagro de que en la plaza nadie hablara de Cobradiezmos. Toros para toreros, que los hubo en la plaza, capaces de ponerse delante de los cárdenos para conseguir que las tres horas parecieran un instante, que cada lance fuera seguido con los ojos ávidos de la incertidumbre, que cada tercio de varas volviera a ser lo que ya no es por desgracia, que el silencio fuera más hondo que nunca cuando un matador le ofrecía la muleta a cada uno de los que estaban marcados con el hierro de Victorino, que al final un suspiro de alivio nos invadiera al ver a los tres héroes cruzar la plaza camino del hotel. Fue una corrida de toros, ni más ni menos, que lidiaron tres toreros de cuerpo entero.

El compromiso para el ganadero no era fácil. Muchos querían otro indulto. Y no hubo indulto, claro está, y ahí está el gran triunfo de la divisa, que sin indulto ni vueltas al ruedo – porque la señora presidente no quiso – , todo el festejo se deslizó bajo la intensa emoción del toro encastado y los toreros machos.

Antonio Ferrera le ha dado otra vuelta de tuerca más a su tauromaquia. Por encima de la perfección de unos lances o unos muletazos, Ferrera se vistió y ejerció de torero en cada momento. No le importó ejercer de banderillero en el segundo, cuando el desbarajuste se apoderó de la plaza tras la portagayola de Escribano. Si Paco Ureña se había quedado sin capote en un quite, allí estaba el suyo para que rematara su labor. Reverdeció los quites a la antigua usanza, como esos que podemos presenciar en las imágenes desvencijadas de Joselito el Gallo. Quites oportunos y de lucimiento en dos o tres capotazos para dejar al toro colocado en suerte. Y como postre, el quite al sexto por chicuelinas, quite y arte al mismo tiempo. Ferrera dibujó sobre el albero una tauromaquia en desuso, pero que ahora resulta que es del gusto del aficionado.

Solventó su primer acto frente a un Victorino de cara alta y viaje corto. Además, entonces el viento movía los engaños. El toro se acobardó y Ferrera se arrimó en cercanías.

Si a la tarde de Ferrera le quedaba algo para engrandecerlo hasta lo más alto del firmamento, llegó la lidia del cuarto, de nombre Platino, que fue una explosión de sentimientos. Ese toro, una belleza de hechuras, derribó en el caballo en la primera vara. El quite del maestro fueron tres capotazos por abajo mandando al toro para dejarlo colocado en una segunda entrada al caballo. No cabe más torería.

Cuando tomó los palos, llamó a su banderillero José Manuel Montoliú, hijo de Manolo, muerto en este mismo ruedo el 1 de mayo de hace 25 años. La plaza estaba sobrecogida cuando la viva estampa del torero valenciano, recreada por los genes en la figura de su hijo, caminaba hacia el toro en los mismos terrenos en los que se produjo el fatal encuentro. Qué par de banderillas, qué manera de ajustarse, qué gallardía en este hijo que estaría atenazado por la emoción. Fue prendido y no pasó nada de milagro. Ferrera culminó un tercio sensacional y ambos hombres vestidos de luces levantaron sus monteras al cielo en una dedicatoria a Manolo. Esto solo pasa en el toreo. ¡Olé Antonio Ferrera por ese detalle tan grande! ¡Olé José Manuel porque tu padre se sintió feliz en el cielo al verte cuajar el par que él mismo no pudo rematar entre las astas de Cubatisto!

Ferrera se enfrentó a un toro en la máxima expresión de la palabra. La faena fue una obra de arte, pero no porque hubiera pases maravillosos, sino porque había un lidiador delante de un animal dispuesto a vender cara su vida. Y así surgieron los muletazos con la derecha plenos de oficio y valor, los naturales incompletos ante un animal que se revolvía con saña, la vuelta a la derecha para lograr pases a la llamada de la voz y con el toque de la zapatilla, el milagro de que el toro de pronto era capaz de desplazarse por la izquierda como antes no lo había hecho, en fin, una faena larga aunque no pesada, construida a base de valor y destreza que levantó al público de sus asientos. Platino nunca le regaló nada a Antonio. Vendió su vida con la casta de los toros bravos. Pero más bravo fue el torero extremeño. A nadie le importó el aviso, tampoco que la espada quedara tendida, la emoción de la verdad del toreo había embriagado a la Maestranza. Le dieron una sola oreja y al toro no le dieron la vuelta al ruedo. No importa. Los corazones del toreo voltearon con la taquicardia de la felicidad porque todo no está perdido, porque no todos los toros son borregos y porque no hay que torear de dulce para que todos comprendieran que aquello que habían presenciado era la grandeza que puede salvar a la Fiesta.

Paco Ureña le cortó una oreja a otro toro de nota, el tercero. Se había lucido con el capote y andaba con la muleta algo desorientado el murciano. Al principio el animal se mostró gazapón, luego se quedó corto, para colmo Ureña se colocó siempre muy cerca y ahogó sus embestidas. De pronto, cuando la faena caminaba hacia la nada, Paco Ureña encontró la distancia y el toro cambió. Ahora se disfrutó del toreo puro con cites frontales, temple y largura, pero siempre tomando al de Victorino a distancia. Su empaque le permitió tocar pelo. El sexto fue de los malos de la corrida. De nuevo Ureña ahogó al toro. Esta vez no hubo milagro. El de Victorino alargó la gaita y llegó a prenderlo sin hacerle sangre.

Entre tantas emociones, después del pasodoble Manolete en el paseíllo, la plaza se batió en una ovación dedicada a Manuel Escribano, en parte por el recuerdo del indulto, en parte para celebrar su recuperación después del cornalón de Alicante. Escribano compartió banderillas con Ferrera en el que abrió plaza y en el primero de su lote. El par más arriesgado fue uno al quiebro junto a las tablas en el quinto. No salió bien y no debió poner un cuarto par, ya que si se hace es para repetir la misma suerte, nunca para colocar uno al cuarteo. El segundo de la tarde  tuvo comportamiento de alimaña. Buscó al torero por la izquierda y por la derecha.

El quinto embistió con templanza y clase a la muleta de Manuel, que fue capaz de torear al ralentí a un toro que si tropieza la muleta se hubiera descompuesto. Se explayó a gusto por ambos pitones en una faena de oreja que no remató con la espada. Escribano había toreado con mimo. Es una buena noticia. Está fuerte. Mantiene su temple. Hay torero.

Tres horas de corrida y multitud de recuerdos. Toros difíciles, como primero, segundo y sexto, pero toros al fin y al cabo; toros con casta, como tercero y cuarto; toro noble, como el quinto. Y tres toreros a por todas. Así es la Fiesta que nos gusta.

Plaza de toros de Sevilla, 29 de abril de 2017. Quinta de abono. Casi lleno. Seis toros de Victorino Martín, bien presentados, en general encastados y de distinta condición para la lidia. Noble el 5ª; encastado y bravo, el 4º; con casta y clase el 3º; más complicados 1º, 2º y 6º. Saludó José Manuel Montoliú con Antonio Ferrea en el cuarto. Gran quite de peligro de Javier Valdeoro en el cuarto.

Antonio Ferrera, de turquesa y oro, pinchazo y estocada atravesada (saludos).En el cuarto, estocada trasera y tendida (una oreja tras aviso).

Manuel Escribano, de nazareno y oro, dos pinchazos, estocada trasera y tres descabellos (silencio). En el quinto, estocada trasera y tres descabellos (saludos tras aviso).

Paco Ureña, de canela y oro, estocada (una oreja). En el sexto, cuatro pinchazos y cuatro descabellos (silencio).

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