Antonio Lorca.– El día que Diego Ventura decida enfrentarse en una plaza como esta a un toro habrá escalado el peldaño definitivo para ser reconocido como figura histórica del toreo a caballo.

Un toro bravo, se entiende, con el trapío suficiente, fortaleza, fiereza, casta, nobleza… y en puntas.

Mientras eso no ocurra, Ventura seguirá siendo un buen rejoneador, en la cima, sin duda, que enardece a los públicos generosos y festivos, pero cuya huella es pasajera y olvidable.

Ventura posee una cuadra extraordinaria y unas condiciones excepcionales como caballero y torero para no tener necesidad de engañar a nadie. Y lo de ayer, en Madrid, fue un burdo engaño; o, al menos, a eso sonaba.

Una supuesta figura del rejoneo no puede venir a Madrid con los toros de Los Espartales, una corrida impresentable, de esas que igual valen para Las Ventas que para una plaza portátil, con toros que derrocharon mansedumbre y falta de casta. Y algo peor, toros con un comportamiento extraño, enfermizo, impropio de un animal en plena madurez. Más que toros parecían perritos falderos, juguetes, muñecos de laboratorio con el ánimo corto para que planteen los menos problemas posibles.

Un perrito era su primero, sin fuerza ni casta, bondadoso hasta la extenuación, con el que Ventura jugó, se divirtió y animó a los tendidos. Se lució a lomos de Nazarí, un caballo torero, con el que templó en dos vueltas al ruedo completas, con el toro imantado a los costados de la cabalgadura. ¡Si hubiera sido un toro en lugar de un perrito faldero…!

Triunfó ante el quinto con Sueño, otro caballo para la historia, con el que templó, toreó y realizo todas las filigranas imaginables. Todo muy bonito, solo que no había toro, sino una caricatura con cuatro patas y color negro.

Salió a hombros —es ya la decimotercera vez que cruza la puerta grande de esta plaza—, y esbozaba una sonrisa de jovial y comprensible satisfacción. Pero en su fuero interno, sabe o, al menos, debe saber, que una figura solo se cincela ante toros de verdad. Y Ventura se está engañando a sí mismo y a los demás.

El caso de Andy Cartagena tiene otros argumentos. Este caballero prefiere el espectáculo circense al toreo auténtico. No tuvo toros, esa es la verdad. Su primero estaba cogido del pechito o padecía alguna enfermedad propia o sobrevenida porque su semblante era más que preocupante; parecía mareado o con sus facultades físicas muy perjudicadas. Pero no era menos sobresaliente su mansedumbre. En consecuencia, faltó toreo, emoción y torero. La lidia del cuarto fue un tormento, un sopor, un dolor… Huía de su propia sombra y buscaba una salida con lastimoso interés. Y a falta de toreo, el caballero optó por divertir al público con el caballo que anda a pie cojito, el otro que se alza de manos y un tercero que se sienta en la arena y saluda todo ufano al respetable. Un público, por otra parte, que se lo pasa en grande con estas veleidades.

Y el joven Leonardo Hernández no tuvo mejor suerte. Su primero no quería pelea y miraba hacia las tablas con desesperación; fue tal su fijación que consiguió saltar al callejón, motivo por el que se dio un tremendo costalazo sobre el cemento del que salió prácticamente lisiado. Solo la entrega del caballero consiguió algún momento de interés. Lo mismo sucedió en la lidia del sexto, otro manso de libro, al que Hernández le clavó un par de banderillas a dos manos a toro parado, lo cual también debe tener su mérito.

Toros despuntados de Los Espartales, mal presentados y de feas hechuras, muy mansos, blandos y muy descastados.

Andy Cartagena: pinchazo y rejón contrario (silencio); rejón en lo alto (ovación).

Diego Ventura: pinchazo y rejón en lo alto (oreja); pinchazo y rejón en lo alto (oreja). Salió a hombros por la puerta grande.

Leonardo Hernández: pinchazo trasero (ovación); rejón trasero y dos descabellos (silencio).

Plaza de Las Ventas. Décima corrida de feria. 20 de mayo. Lleno de ‘no hay billetes’ (23.624 espectadores).

A %d blogueros les gusta esto: