Antonio Lorca.- El primer toro tenía cara de chavalín; el segundo, era un compañero del cole, y el tercero, escurrido de carnes. Pero eso no fue lo peor. El segundo fue devuelto a los corrales porque a su cara de niño le añadía una evidente invalidez, lo que ya parecía una broma. Y el animal se marchó solo a los corrales, convencido, sin duda, de que había terminado el recreo. Los tres últimos parecían los padres de los primeros; aún así, quedó claro que la ausencia de fuerzas no era cuestión de tamaño, sino de familia. Esa y no otra fue la razón de que también acabara en los corrales el quinto, y a punto estuvo de seguir los pasos el sexto. Pero el reloj ya pasaba de las nueve y no era cuestión de prolongar el hastío.

Y hubo más: ningún miura mereció la pena en ningún tercio; muy mansos en los caballos, con la cara siempre por las nubes, desganados en banderillas, y sosos, descastados y deslucidos en la muleta.

En fin, que vaya cierre de feria, menudo colofón y deshonor para ganadería tan señera; un fracaso sin paliativos que no admite disculpa alguna. Imperdonable que salieran tres toros anovillados, y un negro borrón en la historia de la centenaria ganadería por el pésimo juego de la corrida.

Con tal material, es presumible que el festejo fuera desabrido y plúmbeo, a pesar de la buena voluntad de los toreros.

Una cerrada ovación sonó al final del paseíllo en honor de Dávila Miura. Merecidísima. El gesto de matar la corrida de su familia en situación de torero retirado que no se viste de luces desde los Sanfermines del año pasado es una heroicidad que el público le reconoció. Al final, no lidió ningún miura, pues su lote fue el devuelto, pero demostró que la experiencia es un grado y permanece en sus muñecas el sabor añejo del toreo. Se le notó, claro está, la falta de rodaje, lo que no impidió que trazara varias tandas de estimables redondos a su noble primero, con el que dio la impresión de no sentirse cómodo ni relajado. El mejor toro de la tarde -cumplió en varas, acudió en banderillas y derrochó clase en la muleta- fue el quinto. Muy lucido el comienzo por bajo, rubricado con un gran pase de pecho; varias tandas muy toreras con la mano derecha, faltas de ceñimiento, quizá; un manojo de bellos naturales; otra tanda con la mano derecha sin la ayuda del estoque y unos inspirados ayudados por alto pusieron el colofón a una labor criticada incompresible e injustamente por parte del público, en la que el torero -es verdad- no llegó a romperse como se esperaba.

Rafaelillo se llevó un susto gordo cuando el cuarto le lanzó un derrote a su menudo cuerpo y le produjo puntazos corridos de carácter leve en el muslo izquierdo y la axila derecha. Era un buey con malas pulgas. Y con el primero -tan soso y descastado como noble- se sintió a gusto, como si estuviera firmando un armisticio, de tan cariñoso como era, aunque el calor de la amistad no llegó a los tendidos.

El más perjudicado, Rubén Pinar. Un lote imposible. Decidido y esforzado. Merece otra oportunidad.

Toros de Miura -segundo y quinto, devueltos-, desiguales de presentación, muy flojos, muy mansos, descastados y deslucidos; chicos los tres primeros. Primer sobrero, de Buenavista, soso y noble; el segundo, de El Ventorrillo, cumplidor en varas, noble y con clase en el tercio final.

Rafaelillo: media estocada y dos descabellos (silencio); media trasera (ovación).

Dávila Miura: pinchazo y estocada caída (silencio); pinchazo y casi entera (división de opiniones).

Rubén Pinar: dos pinchazos y estocada (silencio); estocada y cinco descabellos (silencio).

Plaza de Las Ventas. Trigésima segunda corrida de feria. 11 de junio. Casi lleno (22.490 espectadores).

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