Gastón Ramírez Cuevas.- Plaza de Barcelona, 24 de septiembre de 2011. Toros: Seis de Núñez del Cuvillo, muy desiguales de presencia, arboladuras y comportamiento. Sobresalió el sexto por su almibarada nobleza. Uno de Juan Pedro Domecq, el sobrero que lidió Morante en séptimo sitio. Fue un toro justito pero muy colaborador.
Toreros: Morante de la Puebla, en su primero mató de pinchazo y media lagartijera: silencio. A su segundo le dio un espadazo hondo que no bastó y alrededor de ocho golpes de descabello: fenomenal bronca. Regaló al sobrero y le mató como mandan los cánones, en corto y por derecho: dos orejas con petición de rabo.
El Juli, al segundo de la tarde le atizó un julipié trasero, caído y atravesado, luego descabello con verdad al primer intento: dos orejas. Al quinto lo despachó con otro julipié artero perdiendo la muleta: una oreja.
José Mari Manzanares, gran estocada recibiendo en el tercero del festejo para cortarle dos orejas. Al sexto le propinó una insuperable estocada en la suerte de recibir: dos orejas.
Cuando una corrida de toros resulta apoteótica –pese a que su majestad, el toro, no haga su aparición- y los tres toreros salen a hombros, el público llano y los entendidos se frotan los ojos para cerciorarse de que lo que han presenciado no ha sido un espejismo o para disipar las lágrimas de júbilo.
La Monumental de Barcelona, en esta su penúltima tarde de vida, fue el escenario en el que tres figuras prodigaron su personalísima magia. Casi unos 16 mil parroquianos sacaron al tercio a los de luces después del paseíllo, es decir, que también los peones y algún picador pudieron recibir el cariño de un público que coreaba consignas libertarias y refranes acerca de la Cataluña taurina, esa entelequia.
Rápidamente cumpliremos con el expediente de señalar los dos puntos negativos de la tarde: el escasísimo trapío de los siete ejemplares que saltaron al ruedo, y la vergonzosa forma en que Juli mata a los toros. Fuera de eso lo demás fue un microcosmos de la tauromaquia universal de estos tiempos postmodernos.
Morante no tuvo un buen primer toro. Le veroniqueó con el gusto de siempre pero sin gran éxito estético. El toro llegó hecho un marmolillo a la muleta y José Antonio Morante Camacho hizo un breve intento de sacarle faena y luego desistió ante el descontento del público.
El segundo de la tarde, un toro feo que desarrolló cierta alegría, le permitió al Juli torear elegantemente por mandiles y luego instrumentar una faena de las suyas, de mucho poder y oficio. Toreó con temple por ambos pitones y se adornó con cambios de mano por delante, un cambiado por la espalda y la vitolina. Como mató pronto y la gente quería premiarle, el presidente sacó raudo y veloz dos pañuelitos blancos.
Le tocó el turno a Manzanares y le tocó también un toro bonito y manso. La faena se basó en derechazos, pues el bicho no tragaba nada al natural, inclusive llegó a apuntarle un pitonazo en la cara. La dimensión larga del muletazo, el proverbial empaque de José Mari y la fabulosa estocada recibiendo, provocaron otra avalancha de pañuelos y la concesión del segundo par de apéndices.
Morante pareció salir muy decidido a enfrentar al segundo de su lote, un toro grandón que nunca se entregó y que tenía peligro por ambos perfiles. Con el capote le pegó unas chicuelinas con reminiscencias muy antiguas y con la sarga macheteó al toro por bajo y fue ligerito por el estoque de verdad. La gente no daba crédito a lo que veía y se metió fuerte con el torero, quien parecía estar dispuesto a que se le concediera el dudoso honor de ser el último diestro en desatar la ira del respetable en la capital de Cataluña. Yo creo que Morante tuvo mucho sentido común y no quiso aburrir al cónclave con esa faenas largas y sosas que tanto prodigan muchos de sus colegas.
Juli también le cortó una oreja al quinto. Enseñó al burel, que era complicado pues derrotaba y buscaba al torero, a embestir con cierta calidad y transmisión por el pitón izquierdo. Fue una faena para los aficionados que gustan de tauromaquias recias y de inteligencia. Desgraciadamente, para asegurarse la oreja, don Julián perpetró un julipié que puede ser considerado desde ya el arquetipo de la estocada en paralelo: una pena y una vergüenza.
Pasodobles iban y venían, los asistentes vociferaban contra Morante, se auto-alababan su tardía reacción ante el totalitarismo catalán y se desgañitaban a destiempo contra la prohibición que va a dejarles sin la Fiesta nacional per sécula seculórum. Y faltaban más orejas y regalos y sorpresas, algunas colosales e inolvidables, la verdad sea dicha.
El que cerró plaza era un bichillo coloradito que hubiera hecho las delicias de más de uno en la Plaza México. Fue dócil, noble y muy justito de fuerza. Morante hizo su quite del perdón, y la media, digna de una obra al alimón entre Ruano Llopis y Roberto Domingo, logró que el público trashumante volviera a ponerse de su lado.
Manzanares, con el sitio y la astucia que viene demostrando tarde a tarde, mimó y entendió al cornúpeto hasta sacarle todas las embestidas que atesoraba: viajes largos y entregados con una generosidad verdaderamente católica. Los redondos, los forzados de pecho y los pases al natural proliferaron en un hermoso abanico de arte caro, pero lo mejor vendría al mero final, cuando ya nadie pensaba en la estocada que solía prodigar Pedro Romero, la estocada recibiendo.
José Mari me ha regalado un momento inolvidable, un instante de perfección y júbilo totales: mató perfectamente en la suerte de recibir. Eso se dice fácil, pero yo nunca había visto algo similar; la zurda haciendo el quiebro de muleta, el encuentro a ley, aguantando impávido, a pie firme, y el acero que se hunde hasta la bola, hasta las cintas, en el mismísimo hoyo de las agujas, en las péndolas, en los rubios. Dos orejas más a la espuerta y éstas sí no habrá quien las discuta. Bueno, sí, pero por razones sólo achacables al ganadero que puede haber pensado que Barcelona acepta novillos en vez de toros como fin de fiesta.
Y mientras el alicantino iba a recoger los trofeos de manos del alguacilillo, Morante salió del burladero de matadores y nos indicó que había pedido el sobrero. Es un animalito de Juan Pedro, pero a estas alturas y con la esperanza del milagro ¿quién se pone a verle el colmillo al toro de regalo?
El genio de La Puebla del Río toreó a la verónica como nunca, o en su caso, como siempre. Hubo dos lances fundamentales por el pitón izquierdo y una media verónica que valieron, para mí, el viaje hasta estas indómitas costas catalanas. Después quitó por más verónicas y la media, esta vez a pies juntos, obras de arte que quedarán entre los fantasmas taurómacos más bellos de la Monumental.
Ahora sí que la locura era general y desaforada, la gente estaba de pie, lloraba y se desmelenaba con justa razón. ¡Y Morante, Juli y Manzanares se animan a poner los palos! Menos afortunado José Mari, intentando clavar un segundo par al violín y acabando con una sola jara al relance; mejor Juli cuarteando con verdad como en sus buenos tiempos de rehiletero, y superior Morante en un tercer par por dentro, de pureza y seriedad ejemplares.
La faena de muleta se caracterizó por el hecho de que el ídolo andaluz se pasó al toro por la faja, cargó la suerte de continuo y logró combinar muletazos excéntricos y clásicos como si de una alquimia fácil se tratase. La estocada fue tan grande como la de Manzanares, sólo que no fue recibiendo, sino arrancando sin prisas, dando el pecho y haciendo la cruz como los toreros de siempre, los toreros honrados.
Dos orejas y gente que pedía el rabo por pura lógica aritmética, pero ¿qué más da el número de despojos y quién los cuenta? Esta tarde, el toreo, el logro más portentoso de la humanidad, hizo acto de presencia en una plaza condenada a una muerte infamante y nos llenó de magia y de sueños.
Y se nos acabó la asombrosa tarde de toros buscando en la memoria reciente esos detalles ya aparentemente lejanos, persiguiendo algún reflejo de algo que ya no conocíamos del todo, y en una absurda cacería de recuerdos. Todo para no olvidar el fastuoso y ya tenue rumor de la grandeza del toreo en Barcelona.