Carlos Crivell.- Comenzó la feria de San Isidro madrileña, y lo hizo al calor del poder de atracción de Morante con un lleno espectacular. Nadie puede dudar del tirón taquillero del torero de La Puebla en Las Ventas. A su reclamo se metieron en la plaza más de 22.000 personas ansiosas por contemplar el toreo del sevillano.

A su lado, la solera de Diego Urdiales y la juventud espumosa de García Pulido en tarde de confirmación. No es este texto una crónica al uso, es la impresión generada de una corrida presenciada por televisión, pero que ofrece la posibilidad de analizar algunos lances de la lidia. Como la corrida mansa de Alcurrucén, en la que el primero y el tercero ofrecieron posibilidades de realizar el buen toreo. De nuevo, ninguno de los toros posibles cayó en el turno de Morante.

De las manos de Morante surgieron los momentos más inspirados de la tarde, como los retazos y fulgores de una primera faena al segundo de la suelta, con muletazos de gloria pura en un mar de incertidumbres, sobre todo con la espada. O el comienzo excelso de la faena al cuarto, una obra de arte mayor que fue como un calambrazo para levantar los ánimos del torero y de la parroquia.

Pero hubo una faena en la tarde, la de Diego Urdiales al tercero, en la que el riojano marcó las pautas del toreo hondo y profundo, el que se aparta de la bisutería para convertirse en joyería, una faena de matices intensos, sobre todo en la primera parte de su labor, que fue asumido por el tendido con una llamativa indiferencia. No de todos, pero si de una buena parte del tendido, que se agarró a la menor intensidad de la faena de mitad en adelante, para quedarse con los pañuelos en el bolsillo. Faena solo para selectos, que, como se pudo comprobar, tampoco abundan en los escaños del coliseo madrileño.

El confirmante puso sobre el tapete lo que sabe. Y se intuye un buen concepto en su toreo fundamental, aunque tuvo la desgracia de que sorteara el mejor toro de la corrida y no fuera capaz de crujirlo. Este García Pulido, como casi toda la hornada de toreros jóvenes, se ampara en los pases por la espalda y las bernadinas para llamar la atención. Es el signo de los tiempos. Es el signo de la falta de personalidad y la vulgaridad.