Carlos Crivell.– El nivel de exigencias en la plaza de toros de Sevilla ha bajado hasta los mínimos posibles. De aquella plaza entendida que conocí en los años de mi despertar taurino -años sesenta y setenta del siglo pasado -, hemos pasado a una plaza amable y agradadora que raramente manifiesta una opinión de protesta ante los distintos acontecimientos que suceden en el ruedo. Es verdad que Sevilla nunca fue una plaza agria, que solía castigar con sus silencios las obras de poco mérito, que casi nunca ejercía su derecho a la protesta por un toro mal presentado, pero hemos pasado a un estado de pasividad absoluta y a la búsqueda de la alegría de los trofeos sean merecidos o no.
En los tiempos que corren el nivel de calidad del aficionado de Sevilla ha bajado de forma alarmante. Hubo un tiempo – antes de 2009 – en el que llegó a estar ocupada la plaza por más de siete mil abonados, es decir, que más de la mayoría del coso estaba lleno de entendidos. Con los poco más de dos mil de ahora, el público que asiste a las corridas es de tipo eventual y pasajero, que acuden a la fiesta de una corrida en Sevilla porque ello supone un lujo añadido en su viaje a la ciudad, mucho más si hay feria en Los Remedios.
Con este público cambiante de un día a otro, en Sevilla hemos llegado a una situación desesperante: no se critica nunca un toro mal presentado, importa poco la deteriorada suerte de varas de nuestros días, no se valora la colocación de un torero en la cara del toro e importa poco el sitio donde caigan las espadas en la suerte suprema. La corrida es una balsa de aceite para los lidiadores. Los espectadores disfrutan con la música y la piden a gritos, sin que se valore la calidad de la faena, y se sienten recompensados con las orejas, que se han convertido en el termómetro para calibrar lo sucedido en un festejo. Cuando se cuenta que en una corrida no se han cortado orejas, el interlocutor manifiesta su pesar, porque da por hecho que nos hemos aburrido, cuando las orejas no pueden ser el baremo para certificar la categoría del espectáculo.
En esta situación de buenismo, muchos se preguntan si hay alguna manera de revertir esta situación. Pienso que es imposible. Todo lo que pierde calidad es difícil, por no decir imposible, que la vuelva a recuperar. Se preguntan algunos si el papel de los presidentes puede ayudar a cambiar algunas cosas. Tampoco parece probable. Los presidentes de Sevilla – y los de todas las plazas – no quieren problemas, de forma que siguen los dictados de lo que opina una supuesta mayoría de la plaza. Esto ocurre con los trofeos. Siempre dicen lo mismo: ‘la oreja la ha pedido la plaza’, y se quedan tan panchos. Y así se otorgan orejas con peticiones no mayoritarias. Cuando la petición es de dos orejas, los presidentes se han olvidado de algunas premisas clásicas de la Maestranza, que dicta que para cortar dos orejas se debe torear bien con el capote, la faena debe ser buena por ambos pitones y la espada debe quedar arriba sin desviaciones evidentes. Nada de eso se tiene en cuenta. Antes que una bronca, los presidentes de Sevilla sacan sus pañuelos para labores que no cumplen estos requisitos, que no están escritos en ninguna parte, pero forman parte de una tradición aceptada desde siempre.
Otro asunto es el de la presentación de los toros. En busca de un toro muy bonito, el nivel en Sevilla ha bajado de forma llamativa. Se comprende que las visitas al campo para señalar las corridas crean un compromiso que luego se vuelve en contra. El toro es uno en el campo, otro en los corrales y otro en la plaza. En lo que llevamos de temporada, el toro se ha vuelto muy terciado, lavadito de cara y poco rematado. No debe confundirse el peso con la presencia – o el trapío, para entendernos -, pero han salido toros anovillados que dañan la imagen taurina de la plaza.
La autoridad debe extremar su labor para mejorar el toro que sale al ruedo. También debe exigir una lidia correcta, de forma que si a un toro no se le pica de forma correcta se debe exigir que lo vuelvan a poner en suerte. Y hay que valorar con mayor exigencia las orejas, aunque luego haya una bronca. Si se sube el nivel de los trofeos, las plazas se acostumbran a no solicitarlas sin motivos suficientes. De momento, los presidentes tienen manga ancha con las orejas. En el colmo de lo inverosímil, el mejor toro de la Feria no ha sido premiado con la vuelta al ruedo, mientras que alguno simplemente noble sí logró el paseo póstumo.
A la mayoría de los aficionados capacitados por sus muchos años en el tendido, esta fiesta tan desvirtuada no les satisface. Y no debe centrarse todo en las orejas, que, al fin y al cabo, son despojos, sino que les gustaría más rigor en los toros, en la lidia, en fin, que la plaza vuelva por sus fueros de siempre. Es muy probable que todo lo que antecede sean reflexiones nostálgicas de un aficionado alejado de la realidad, pero que conste que muchas cosas de esta realidad no me gustan.