Carlos Crivell.– Algo hastiado por tanto arrimón, limpieza de embestidas, toreros queriendo mucho y enganchones variados, se produjo el éxtasis en la lidia del cuarto por parte de Diego Urdiales. La gente que acudió a la plaza de manera alegre (Vista) y confiada, lo cierto es que fue dispuesta a aplaudir a Manzanares y a Roca Rey. Así se desprendía por las tomas de primeros planos de los seguidores de ambos, incluido el Nobel Vargas Llosa. Urdiales era el telonero, o el relleno, del cartel. A la postre, el riojano puso orden en la tarde con una faena del mejor toreo eterno. Se alababa el temple, que lo había, pero hoy en día el temple es condición necesaria para el lucimiento. Temple siempre, pero también otras cosas: colocación, distancia y expresión.
De esas virtudes me quedo con la expresión. Diego Urdiales decía el toreo con gusto, señorío y naturalidad. Y la gente se sorprendía. Seguía desparramando muletazos como antes había toreado a la verónica al primero, con una gracia especial, un sentimiento a flor de piel, era el toreo hecho y dicho. No siempre ocurre. Se hace muchas veces el toreo, pero se cuenta mal. Urdiales lo hizo y lo dijo. Y la gente seguía aún más sorprendida, porque el torero del telón, con una tibia rota, se rompió del todo en una demostración magistral del toreo de siempre.
Lo demás fue lo dicho. Toreros queriendo mucho, pero pudiendo poco. A Roca Rey, de un valor incuestionable, le hacen falta toros que le exijan más, porque con el que va y viene con nobleza siempre hace la misma faena. Manzanares tropezó con uno encastado y otro flojo. Nada en su haber en la tarde. Lo mejor lo firmó el torero que abría cartel, el de menos glamour, el que casi nadie había acudido a ver, pero que fue el que toreó de verdad.