Carlos Crivell.- No sé si el toreo tiene en peligro su existencia. No soy capaz de percatarme sobre la existencia real de las amenazas que ponen en cuarentena el futuro de la Fiesta. De lo que estoy seguro es de que el soporte sobre el que debe cimentarse su supervivencia es la propia tauromaquia. No hay que inventar nada. El toreo es grandioso por sí mismo, contiene todos los ingredientes necesarios para levantar pasiones entre quienes han podido acercarse a su misterio y están dotados de ese punto de sensibilidad preciso para comprender el maravilloso encuentro entre un toro y un torero.
La fiesta depende de sí mismo. Y el camino actual no es el más favorable para asegurar el porvenir. El único camino del toreo es que cada corrida sea un acontecimiento emocionante. El espectador de un festejo tiene que sentirse conmovido por lo que sucede en el ruedo. Y la rutina es enemiga de la emoción. El toreo de hoy en día es muy rutinario.
Es intolerable que una corrida de toros se eternice hasta superar las tres horas de duración. Solo las óperas de Wagner tienen licencia para tener al aficionado durante varias horas pendientes de la trama. La lidia de los toros se ha convertido en un insidioso trámite lleno de pausas y meditaciones. Ni la mente está preparada para tanta lentitud ni los cuerpos pueden soportar las condiciones arquitectónicas de los cosos taurinos. Sobre este asunto de la duración de las corridas se ha debatido ampliamente. Se ha culpado al toro que se ha apoderado en la actualidad de los ruedos, que llegan a permitir faenas monótonas de más de veinte minutos; a los palcos que prolongan los tiempos de los avisos y que sacan los pañuelos con una parsimonia que suma tiempo de alargue a lo que debe ser un acontecimiento dinámico.
En un año atípico, donde las ferias han pasado a estar compuestas por dos corridas de toros, los carteles se repiten tanto como las malas comidas. Así se están quedando en su casa muchos toreros de mérito. Hay ferias que han anunciado a los mismos toreros, y combinados de la misma forma, en los dos festejos del ciclo. Han proliferado los manos a mano sin argumentos, de igual forma que hay alguna encerrona más que cuestionable. Así se limita la presencia de otros toreros.
La lidia es muy previsible. En términos generales se ha suprimido el tercio de varas, algo que no es nuevo, aunque persiste de forma calamitosa. El ejemplo de la corrida de Pedraza de Yeltes en Mont de Marsan es bueno para que todos recordemos que existe ese tercio, que es del agrado de los buenos aficionados y que no elimina la posibilidad de que el matador de turno realice una lucida faena. Pero el toro de hoy no soporta un tercio de varas con emoción.
Se produce una mixtificación extraña y complicada que lleva a algunos jóvenes lidiadores a imitar a los mayores, algo que no es malo en sí mismo, pero que es un dato clave de la impersonalidad que predomina en el toreo. Cuando no se imita a las figuras, algunos toreros noveles tratan de llamar la atención con gestos que deberían cortarse de raíz, como el de un chaval que salió a torear a su novillo con el capote de paseo. Se hincó a porta gayola para recibirlo con lo que debería ser considerado como algo sagrado: el capote del paseíllo, el que le confiere su condición de torero.
La rutina domina muchas faenas de muleta, que no solo sin larguísimas, sino que tienen un desarrollo muy similar en la mayoría de los toreros. Derechazos, naturales, de pecho y arrimones, cuando no se empieza de rodillas y de acaba de igual forma o con las manoseadas manoletinas. Por no hablar de los indultos injustificados que parece que han llegado para quedarse. Los propios ganaderos deberían frenar esta ola de perdones de vida que parecen más llamados a llenar titulares.
La solución es la búsqueda de la emoción que proporciona el toro íntegro y encastado. Toda esta rutina está condicionada por el comportamiento del toro, que es muy poco sorpresivo. Así se repiten esas faenas interminables que solo calientan a los tendidos con los adornos finales. Es cierto que cualquier ganadería puede soltar toros con movilidad, pero ya dijo Morante que está cansado de toros ‘buenos’. Ahí se pasó el de La Puebla, porque de camino venía a decir que esas ganaderías a las que ahora se ha enfrentado como gestas como novedosas, deben ser ‘malas’.
Por todo esto que hablamos, la actitud de Morante en la actual temporada es digna de todos los elogios de los buenos aficionados. Trata de rodear a muchas de sus actuaciones de detalles para el recuerdo, bien por la puesta en práctica de una tauromaquia añeja, bien porque se ha puesto, y se va a poner, delante de diversos encastes que no son los habituales entre los que tienen la etiqueta de figuras. Todo esto son condimentos para la emoción, aunque no parece que ello haya movilizado a otros toreros.
Los argumentos de este texto son los mismos que defiendo hace mucho tiempo. El toreo debe ser emocionante y ahí está el soporte de su supervivencia. El camino actual no favorece la presencia de esta sensación, salvo en casos contados. La emoción la proporcionan el toro y el torero. Los demás son testigos, aunque sería bueno que el nivel de exigencia de los públicos aumentara, pero si los mensajes que le llegan desde los medios de comunicación son contrarios, si no se les cuenta la realidad de los que sucede en la plaza, así será complicado que los que pagan exijan mayor nivel en el ruedo. Estamos en tiempos de buenismo. De cualquier forma, y como siempre ocurre, me queda un gramo de esperanza ante el futuro.
Artículo publicado en la revista Aplausos.