Antonio Lorca.- Cuando salió el segundo toro de la tarde —primero de Román— la plaza estaba adormilada. Se escuchaban algunos murmullos, pero eran los acomodadores, que comentaban la victoria del Atleti; el resto, sesteando.
Son días, estos de San Isidro, de empapar la miga del pan en la salsa del rabo de toro —quien lo comiera—, remojarlo con un buen vino, y terminar con una copa y un puro largo; ya sentado en la dura piedra, un gin-tonic, si se tercia, y, como colofón, Finito de Córdoba. Siesta segura.
Y no porque el veterano torero sea una medicina contra el insomnio, sino porque cuando está a punto de cumplir 27 años como matador de toros no es la imagen de la ilusión, precisamente. Mantiene la elegancia y el empaque en sus maneras, y recibió al primero con un par de verónicas y hasta cuatro medias airosas que hacían presagiar lo que no sucedió.
El toro no es que tuviera ganas de embestir; nobleza encerraba, pero también falta de casta y de codicia. Y el torero se lo tomó con excesiva parsimonia, de tal modo que, después de unos muletazos por alto iniciales, tardó lo que pareció una eternidad para trazar un derechazo largo y despegado, al hilo del pitón, eso sí.
Y ahí terminó la historia; la historia de su toreo, que no la faena. Intentos lentos y baldíos ante un animal parado y tullido, como si dirigiera una clase de hipnosis. Pero como el toro estaba dormido hacía rato, los que se quedaron cuajados fueron los espectadores.
El despertador fueron las dos verónicas, otro par de gaoneras y la larga con las que Román recibió a su primero. Después de la siesta se agradece la alegría de un torero que parecía venir a por todas.
Brinda Román a la plaza y protagoniza un momento emocionante. Se sitúa en los medios, pliega la muleta en la mano izquierda, el estoque escondido en la cadera, y cita al toro, aculado en tablas, con el llamado cartucho de pescao, popularizado por el maestro Pepe Luis Vázquez. Se resiste su oponente a obedecer, lo llama con la voz y pequeños saltos; finalmente, el toro se arranca a gran velocidad, el torero debe retirar la pierna de salida para evitar el atropello y el encuentro no alcanza la vistosidad deseada.
Pero era algo nuevo, añejo y clásico, distinto, razón suficiente para que la plaza entera despertara de la tristeza inicial.
Después, nada le salió a derechas al torero valenciano; muchos pases, pero muy pocos de calidad. No hubo conexión ni temple; y, encima, el toro se rajó pronto y las ilusiones se desvanecieron. De la siesta se pasó al bostezo.
Pero salió Ombú, un precioso toro jabonero, que empujó en el caballo, galopó en banderillas y llegó a la muleta con una movilidad y una clase excepcionales. No era un toro fiero, sino artista y nobilísimo, pero hondo y exigente en la muleta.
Luis David le cortó una oreja y se la ganó a pulso con entrega y pundonor. Lo recibió a la verónica, quitó por chicuelinas e inició el tercio final por estatuarios muy toreros, atornilladas las zapatillas en la arena, derecho como una vela y quieto como un poste. Ombú embistió largo y tendido, humilló y aguantó una faena larga con extrema bondad.
Luis David hizo lo que sabe y lo hizo bien con ilusión y fortaleza. No es un exquisito, pero se esforzó para estar al nivel de su oponente, objetivo harto difícil. Las tandas resultaron aceleradas, vistas y no vistas, y quedó la impresión de que el que mandó fue el toro, que repetía incansable una y otra vez. Espada en mano, se tiró sobre el morrillo y, aunque quedó caída, mereció la oreja por su encomiable decisión.
Quedaba la incógnita del sexto y la posibilidad de la puerta grande para el mexicano. Echó el resto, pero no pudo ser. Hizo un muy vistoso quite por zapopinas, volvió a brindar al respetable, inició la faena con un ceñido pase cambiado por la espalda, pero el toro desarrolló genio, acortó el viaje y deslució el sueño del muchacho.
Eso ocurrió en el último, que cogió al personal dormitando de nuevo. Soso fue el cuarto y Finito alentó de nuevo la siesta; y Román se mostró espeso, esa es la palabra, ante la poca clase del quinto. Espeso quiere decir con las ideas emborronadas, preso de incertidumbre, y esa sensación de que haces lo que sabes y no comunicas nada, y sientes la mirada fría y lacerante del público en la nuca.
Cinco toros de Juan Pedro Domecq y uno —el sexto— de Parladé, correctos de presentación, cumplidores en los caballos, blandos y muy nobles; destacó el tercero por su movilidad y calidad.
Finito de Córdoba: cuatro pinchazos —aviso— un descabello y el toro se echa (silencio); pinchazo hondo (silencio).
Román: pinchazo hondo —aviso— y tres descabellos (silencio);
Luis David: estocada caída (oreja); pinchazo hondo y dos descabellos (ovación).
Plaza de Las Ventas. Décimo festejo de la Feria de San Isidro. 17 de mayo. Más de media entrada (16.317 espectadores, según la empresa). Se guardó un minuto de silencio en memoria de Ramón Vila, excirujano jefe de la Maestranza.