Antonio Lorca.- Debutaba en la plaza de las Ventas un chaval madrileño de Fuenlabrada, con escaso bagaje, y le tocó en el sorteo un toro —novillo, pero con trapío de toro— que derrochó encastada nobleza, calidad y movilidad en el tercio final. Una verdadera papeleta para el novel torero, pues no debe ser nada fácil estar a la altura de las circunstancias en ocasión tan comprometida, y si no lo estás, adquieres en ese mismo momento un pasaporte para el olvido.
Y Francisco José Espada brindó a la concurrencia, se relajó y se dispuso a afrontar el que sería, sin duda, uno de los exámenes más complicados de toda su carrera: triunfar con un novillo encastado en la feria de San Isidro. Y a fe que lo consiguió, lo que dice mucho y bien de su capacidad y posibilidades de ser alguien vestido de luces.
Comenzó con un pase por alto, un cambio de manos y remató con otro de pecho, pero se atisbó en su quehacer un cierto titubeo, como si no acabara de creerse el bombón que tenía entre las manos.
El novillo, Ilustrado de nombre, y con 507 kilos de peso, había sido distraído de salida, como todos sus hermanos, y manseó en el caballo, del que salió suelto y a la carrera tras el primer encuentro, y derribó en el segundo por genio declarado más que por bravura. Acudió con presteza en banderillas y llegó a la muleta con fijeza, son y ritmo, siempre de menos a más, que se extendió por toda la plaza a la tercera embestida.
Pronto comprendió Espada su alto reto, y fue labrando, poco a poco, y con pasmosa seguridad, una faena templadísima, trenzada de muletazos largos, hondos y auténticos. De entrada, en la segunda tanda, un redondo casi circular y otro de pecho de pitón a rabo. Se cruza al inicio de la siguiente, asienta las zapatillas y liga con la mano derecha en un alarde de mando y torería. El novillo, incansable en su largo y continuo recorrido, se somete entonces a la prueba de la zurda, y brotan cuatro naturales que sonaron eternos hasta que el animal pisa la muleta, que iba alisando la arena, parte el palillo y deshace el encanto de una secuencia singularmente bella. Continúa el torero instantes después, retoma otro natural y remata con uno de pecho que parece interminable. Aún haría Ilustrado el avión en el siguiente encuentro, y otra tanda de frente, siempre el cite al pitón contrario, y unos ayudados finales que dieron paso a una estocada caída que supo a poco.
Espada paseó meritoriamente una oreja, y el novillo fue despedido con esa atronadora ovación que solo reciben los grandes. Se había producido la simbiosis de la casta de un toro y la torería de un artista. Y ese destello llega hondo.
Como habían llegado en el novillo anterior instantes bellísimos protagonizados por Lama de Góngora, esa esperanza sevillana tan necesitada de un triunfo resonante. Un manso encastado le permitió ponerse bonito y lucir en los adornos hasta que llegaron dos naturales bellísimos abrochados con un larguísimo de pecho que estalló en toda la plaza. Presentó la muleta, la adelantó hasta donde le llegó el brazo, y se trajo embebido al novillo hasta soltarlo allá a lo lejos, al tiempo que los olés surgían del alma. Un ayudado por bajo, un precioso cambio de manos, otro de pecho, el del desprecio, y ese olor a torería que desprendió este joven sevillano.
No hubo más. El lote de Posada no sirvió, y solo pudo dejar un detalle en unas verónicas con las manos bajas en el quinto. Se esperaba más, pero los artistas suelen ser conformistas y no pelean. Espada dio muchos pases a su soso primero, y Lama abrevió con el desclasado sexto, que hirió a un caballo de picar.