Antonio Lorca.– El comienzo de la faena de muleta de Sebastián Castella al tercero de la tarde fue un verdadero alarde de armonía. El torero, plantado en el centro del ruedo; el toro, en la raya del tercio. La plaza, expectante. El animal acude con alegría al cite y Castella lo recibe con dos pases cambiados por la espalda, que enlaza con un recorte y un pase de pecho; se pasa la muleta a la izquierda y, sin solución de continuidad, se suceden molinetes —el toro fijo en la muleta y el hocico arando la arena—, trincherillas, remates y un pase de pecho final que coincide con la explosión de júbilo de un público enardecido ante tanta expresión de torería. Un comienzo verdaderamente espectacular, de los que justifican una tarde de toros.
Ahora, había que torear, y estar a la altura de un toro que había ido a más en cada embestida, incansable, nobilisímo y entregado en cada muletazo. Y ese torero, transformado ya en un artista, la muleta en la zurda, dibujó allí mismo, en el centro del anillo, tres naturales de ensueño, largos, profundos, hermosos, tras un desarme olvidable. Ganó enteros, si cabe, la obra por redondos, henchidos cada uno de ellos de sentimiento y gusto. Y ese toro era ya una auténtica máquina de embestir, dulce como el almíbar, pero exigente, a un tiempo, con el dueño del engaño. Surgieron de nuevo los naturales, mientras la plaza, entregada y arrebatada, rugía de placer. Lo intentó otra vez con la mano derecha, pero el animal, ya agotado por tanto derroche, pidió tiempo para descansar antes de la suerte final. Se acercó el torero a las tablas por el estoque verdadero, y el toro aún tuvo resuello para embestir con largura a unos preciosos ayudados con la pierna flexionada que pusieron el colofón a una faena bellísima, de trazo artístico, en la que toro y torero se fundieron en una obra admirable.
Inexplicable resulta a la postre narrar lo vivido cuando se produce con una intensidad que supera la capacidad de los sentidos para aprehender lo vivido.
¡Silencio! Se perfila el torero para la suerte suprema. Castella se echa materialmente encima del morrillo del animal, pero la espada no queda en todo lo alto.
Se piden las orejas, y el presidente, reticente al principio, las concede y premia al toro con la vuelta al ruedo. Premio excesivo parece. La buena ejecución de la muerte es requisito imprescindible para la concesión de la segunda oreja, y el toro, excepcional para la muleta, manseó descaradamente en varas y se dolió en banderillas.
Pero fue bonito mientras duró. Precioso. La vuelta al ruedo a un toro, aun exagerada, es una experiencia inenarrable, espontáneo homenaje de admiración, respeto y veneración a la bravura, y ese toro imperfecto fue una expresión desbordante de clase, ritmo, dulzura, fijeza y prontitud. Imperfecto, también, Castella, al que le faltó reposo en algunos compases y una mejor colocación.
Y un apunte más aunque suene a justificación: cuando se produce una explosión de júbilo, las emociones se atropellan unas con otras; se decretan indulgencias para los defectos y se exageran los placeres. Pero así de maravilloso puede ser el toreo…
Sebastián Castella salió a hombros por la puerta grande —la cuarta en su carrera— con todo merecimiento tras intentar un nuevo triunfo, esta vez en vano, ante un marmolillo deslucido que no le permitió florituras. O sea, que el público acudió al reclamo de Morante y se encontró con un francés transfigurado en artista. Así es la vida.
No tuvo el de La Puebla una tarde para los honores. Con dos verónicas suaves recibió a su primero, otra atisbó en el segundo y pare de contar. Soso y noble fue su primero, y se entretuvo en pases de tanteo por alto, por bajo, preocupado por una racha de viento que se levantó, más probaturas por aquí, otras por allá, un enganche, mal colocado siempre, vulgar, insulso, el toro va y viene, busca y no encuentra el adorno… Y así se le pasó el tiempo y desengañó a todos. La plaza parecía tener una necesidad compulsiva por aplaudir, pero el torero no ofreció oportunidad alguna para tal desahogo. Y ante el quinto quedó justificada su ausencia, pues carecía de fuerzas y de la mínima casta exigible. Lo mató y acabó sin pena ni gloria su rápido e inédito paso por esta feria.
Y quedaba El Juli, a quien algunos no quieren en esta plaza y se lo expresan con injustificadas protestas. Fue el torero más anodino posible, el más ventajista, el más despegado todavía, pero tiene derecho a intentarlo entre el respeto general.
Soso y noble fue su primero, al que muleteó acelerado —un autobús cabía entre el toro y el torero—, de perfil siempre, enganchados los pases y no dijo nada a nadie. Lo intentó de veras ante el quinto, sin fuelle y moribundo, y pronto se esfumó toda esperanza.
Toros de Alcurrucén, correctos de presentación, mansos, descastados y nobles; excepcional para la muleta el tercero, al que se le dio la vuelta al ruedo.
Morante de la Puebla: estocada desprendida (silencio); estocada (silencio).
Julián López, El Juli: pinchazo y estocada trasera (silencio); estocada (silencio).
Sebastián Castella: casi entera caída —aviso— (dos orejas); estocada baja (silencio). Salió a hombros por la puerta grande.
Plaza de Las Ventas. 27 de mayo. Vigésima corrida de la feria de San Isidro. Lleno de no hay billetes. Asistió el rey don Juan Carlos desde la meseta de toriles.