Antonio Lorca.- Finalizada la corrida, Manuel Jesús El Cid y los hombres de la cuadrilla de a pie cruzaron el diámetro de la plaza entre una sonora bronca que tenía el sabor amargo de la derrota más cruel. Diez hombres abatidos, con las cabezas gachas, midiendo cada paso, escuchando sin querer oír el rugido de la turba encolerizada; y, al frente, el jefe de filas, el líder del fracaso, la mirada fija en el suelo y la cabeza hirviendo; el semblante, desencajado, y la incredulidad como justificación de una realidad lacerante que ojalá fuera un mal sueño.
No habían transcurrido ni dos horas, y el sol radiante de la ilusión se había apagado por la fuerza de la desesperanza, que se fue abriendo camino entre toro y toro. Una gran ovación había recibido al héroe por su mayúscula gesta, y los mismos que sonreían ante el deseado triunfo enseñaban ahora los dientes en señal de amargura.
Es el sino de quienes apuestan su vida al cara o cruz de una tarde; pueden disfrutar de un éxito clamoroso o sufrir un frustración inolvidable. El Cid se presentó en Las Ventas con la apuesta más trascendental de su vida: solo antes seis victorinos con el único objetivo de resucitar como figura del toreo. Le avalaban su larga historia de laureles alcanzados con esta divisa y su experiencia. Pero, quizá, le pudo la ingenuidad, y no quiso entender que ya no tiene hambre y que los años no pasan en balde.
Hace tiempo que no es El Cid de la mano izquierda prodigiosa que atornilla las zapatillas, arrastra la muleta y dibuja como nadie el arte del toreo. Hace tiempo que es reo de las prisas, de la rutina y de los compases vacíos y vanos. El tiempo es cruel y lo ha sido en grado sumo con El Cid.
A pesar de todo, le honra su gesta; anunciarse con seis toros en plena Feria de San Isidro no está al alcance de cualquiera que se vista de luces. Esa es una decisión para elegidos, aunque la vida les demuestre instantes después que están equivocados. El Cid fracasó. Rotundamente. Pero solo pierden los héroes, y solo ganan la vida —o la pierden— los que tienen la gallardía de apostarla.
Claro que nadie podía imaginar que el gran ganadero Victorino Martín iba a traer a Madrid una moruchada de tan alto calibre como la lidiada ayer. No hubo un solo toro que ofreciera las mínimas posibilidades para hacer el toreo. Justos de fuerza, muy desiguales en los caballos, con abundancia de mansedumbre, avisados en banderillas, y sosos, sin casta, deslucidos, ásperos y peligrosos en el tercio final. Dicho con otras palabras: el ganadero debió compartir la bronca final con todo merecimiento.
Claro que nadie podía imaginar que las cuadrillas iban a tener tan mal día; es difícil lidiar peor una corrida de toros, en la que se impuso el desorden, el pánico y las carreras entre el lamentable y justificado choteo general. El tercio de banderillas al cuarto fue impropio de profesionales, incapaces de acercarse con un mínimo de soltura a la cara del toro. Muy mal, también, los picadores, a excepción de Tito Sandoval ante el sexto.
Mientras la cuadrilla de turno trataba infructuosamente de colocar garapullos a ese cuarto toro entre el griterío popular, El Cid, en barrera, tenía el alma en los pies. Estaba asistiendo en ese momento al derrumbamiento de su sueño más preciado. No habría ya gigante capaz de levantar aquel desastre que, en un momento, se había apoderado del festejo.
Tampoco era imaginable que el propio líder se mostrara toda la corrida tan falto de ideas y encadenado a una terrible sensación de incapacidad. Nunca dijo en voz alta que venía dispuesto a dominar la situación, a mandar, a ser el amo. Le faltaron recursos, no le acompañó la torería y su cara era el espejo nítido de estar fundido, de tener la cabeza a punto de estallar ante la imposibilidad de encontrar el medio para sobrevolar sobre el drama.
Ni un capotazo, ni un quite, un natural —solo uno— en el primero, mal colocado casi siempre y ventajista cuando pudo; a la defensiva y con grandes dosis de inseguridad… En fin, que la tarde estaba gafada.
A todos se nos rompió la esperanza de tanto usarla; a todos se nos fue hundiendo poco a poco la ilusión de un inalcanzable triunfo que merecía la fiesta, el propio torero y la afición. Quien ha sido depositario de la mejor zurda de los últimos años merecía otra suerte. Pero la vida es así de dura. O, quizá, es el sino inescrutable de los héroes.
Toros de Victorino Martín, correctos de presentación, mansos, sosos, deslucidos y peligrosos. Una auténtica moruchada.
Manuel Jesús El Cid: metisaca (silencio); casi entera tendida (silencio); pinchazo y estocada caída (silencio); estocada y dos descabellos (silencio); media tendida y dos descabellos (protestas); media y un descabello (pitos). El torero fue despedido con una gran bronca.
El subalterno David Saugar Pirri sufrió una herida en la axila derecha de 15 centímetros en el tercio de banderillas del cuarto toro. Pronóstico menos grave.
Plaza de las Ventas. 5 de junio. Vigesimonovena corrida de la feria de San Isidro. Lleno.