Antonio Lorca.- Hubiera sido muy bonito que Ojeador, el toro de Miura que cerraba la muy larga Feria de San Isidro, se hubiera comportado como lo que pareció en el tercio de varas, bravo y encastado. Pero todo quedó en un sueño. Hubo alegría, es verdad, pero entrecortada por la ausencia de calidad y recorrido, de clase en una palabra, en el último tercio.
Ojeador ofreció unas migajas, y el aficionado taurino está tan acostumbrado a la mesa limpia que quedó maravillado. Poco y vistoso, más que bueno.
Era el sexto toro de la tarde. A esas alturas dolía ya el alma después de tantos festejos insulsos y una corrida decepcionante por su escasísimo juego. Toros, todos ellos, de cuello largo, como determina la estirpe, mansos, de cortísima embestida, muy blandos, con la cara por las nubes, sin clase alguna. Algunos, como el tercero y el quinto, prácticamente ilidiables con la muleta.
Así estaban las cosas, cuando el último de la feria vio el caballo que montaba Francisco Vallejo, y acudió con presteza a su encuentro; empujó con constancia, pero con poca alegría en un largo puyazo. Lo colocaron, después, más lejos, y el animal volvió a galopar, con ese trote extraño de estos toros, hasta estrellarse contra el peto. Y volvió una vez más, más lejos aún, y allá que embistió a la montura entre la algarabía general.
No fue un tercio espectacular, pero la feria ha estado tan ayuna de toros obedientes en el tercio de varas que el galope de Ojeador supo a gloria. Fue una buena guinda para este insípido San Isidro que requiere una seria reflexión, y ojalá produjera una catarsis entre los sectores interesados en que esta fiesta siga adelante. No será así; acabó San Isidro y en cuestión de ideas solo se hablará de triunfos de puertas grandes, de faenas exitosas y toreros en alza en las discusiones de los jurados. Se olvidarán para siempre, y por desgracia, los problemas que han salido a flote y amenazan seriamente el futuro del espectáculo.
Entre ellos, el toro es el primero, pero nadie querrá meterle el diente a asunto tan complejo. Ya verán. Continuará la temporada, se cortarán orejas a espuertas en plazas sin exigencia y otro grupo de aficionados dirá adiós a la fiesta. Pero el toro es un asunto que quema en las manos y no parece interesar a casi nadie.
Por cierto, ese que galopó hacia el caballo se dolió en banderillas, lo que no evitó que se luciera, y mucho, Raúl Ruiz en dos buenos pares por lo que fue largamente ovacionado.
Y el animal cantó la gallina en la muleta, a la que llegó sin clase alguna, tirando gañafones por doquier, que pusieron en aprietos a su lidiador, Pérez Mota, poco placeado, que intentó justificarse con escaso éxito.
Tampoco dijo nada ante el tercero, un manso de libro, que llegó imposible al último tercio, revolviéndose en un palmo de terreno y con aviesas intenciones hacia el muchacho que tenía cerca.
Por cierto, Pérez Mota brindó a Don Juan Carlos, al igual que sus compañeros. El Rey emérito visitó la finca de Zahariche, donde pasta la ganadería de Miura, durante la pasada Feria de Abril, y vería, sin duda, a estos ejemplares, preciosos en la paz del campo sevillano. Pero una cosa es la dehesa y otra muy distinta la plaza. La invalidez, la sosería y la ausencia de calidad los afea y transforma en tristes caricaturas del toro bravo.
Rafaelillo tuvo, sin embargo, la suerte de lidiar al único animal que derrochó boyantía, en este caso por un extraordinario pitón izquierdo, y no fue capaz de aprovecharlo en toda su dimensión.
El subalterno José Mora se había jugado el tipo y triunfó con las banderillas, momentos antes de que el toro se le colara al matador por el lado derecho, lo que le obligó a tomar con presteza la zurda y protagonizar algunos destellos de buen toreo
Todo comenzó con tres naturales largos y hondos, y otros tres en la tanda siguiente, monumentales por la fijeza y la humillación del animal y la colocación del torero; y aún hubo un manojo final de muletazos a pies juntos y un garboso pase del desprecio. Rafaelillo falló con la espada, y hubiera cortado una oreja si acierta, pero el toro mereció más entrega, más unidad, una faena más redonda, y no fue así. Muy deslucido fue el cuarto, el sobrero de Valdefresno, sin cuello, y acochinado.
Castaño fue recibido con una ovación tras su reciente enfermedad, y trató de corresponder con especial entrega y sin éxito. Su primero era un buey de carretas, y el quinto no admitió confianza alguna. Al menos, Marco Galán se lució en la lidia, y Fernando Sánchez puso un extraordinario par de banderillas que levantó al público de los asientos.
Toros de Miura, -el primero, devuelto-, muy bien presentados, blandos, mansos, descastados y broncos; destacó por el pitón izquierdo el corrido en primer lugar, y el sexto acudió con alegría al caballo. Sobrero de Valdefresno, lidiado en cuarto lugar, feo, manso y desclasado.
Rafaelillo: pinchazo, _aviso_ dos pinchazos y estocada caída (gran ovación); estocada y un descabello (silencio).
Javier Castaño: dos pinchazos, media tendida _aviso_ y cinco descabellos (silencio); media tendida (ovación).
Pérez Mota: estocada baja y un descabello (silencio); casi entera tendida (silencio).
Plaza de Las Ventas. 5 de junio. Trigésima primera y última corrida de feria. Lleno. Asistió el Rey Don Juan Carlos, acompañado la Infanta Elena y la hija de esta, Victoria.