Antonio Lorca.- Roca Rey salió por la puerta grande de la plaza de Las Ventas, la segunda de su carrera como matador, ganada a pulso a base de coraje, disposición, firmeza y arrojo. Le cortó merecidamente las dos orejas al sexto de la tarde, un manso de libro que embistió con casta a la muleta de un torero dispuesto a todo con tal de alcanzar la gloria.
Huidizo y corretón se comportó de salida ese toro, huyó del capote del peruano y del caballo, a pesar de lo cual el torero brindó a la concurrencia. En el centro del anillo lo recibió con tres pases cambiados por la espalda que animaron la tarde. El toro obedeció con casta, repitió la embestida y Roca Rey lo sometió seguro y muy torero por ambas con muletazos largos y henchidos de hondura. Escuchó un aviso antes de perfilarse para matar, pero la estocada fue tan contundente que el doble trofeo fue solicitado por la inmensa mayoría de los asistentes entusiasmados con el torero peruano.
La corrida estaba saliendo blanda y tontona, pero el tercer toro fue devuelto por su invalidez manifiesta y salió en su lugar un sobrero del Conde de Mayalde, pero de la misma procedencia domecq que los titulares. Roca Rey lo recibió con excesiva suficiencia, y quiso jugar con el capote en la mano. Pero el toro, que era un toro que acababa de salir al ruedo, le leyó el pensamiento y se molestó con la actitud de su lidiador. Al menos, así pareció cuando lo enganchó por la cintura cuando el torero se disponía a burlarlo por gaoneras. Lo lanzó por los aires con estrépito y, una vez en el suelo, volvió a voltearlo por la taleguilla. Como todo sucedió cerca de las tablas, pronto acudió el habitual auxilio de las cuadrillas, la propia y las ajenas, y hasta su apoderado, José Antonio Campuzano, se tiró al ruedo por si hiciera falta su concurso. El joven torero se levantó maltrecho, con destrozos en su ropa, pero con la piel intacta. Eso se supone porque la taleguilla rota dejó al descubierto unas medias negras, algo así como un pantalón de neopreno —o unas mallas metálicas hasta las rodillas o un escudo antibalas, quién sabe— del que, por el momento, se desconoce su utilidad. Poco duró el sorprendente y peculiar espectáculo, porque el mozo de espadas dióse prisa en vendar toda la zona afectada, con lo que Roca Rey quedó mitad momia y mitad torero.
Después, sucedió que el sobrero, tan noblote como sus vecinos de corral, y con ese punto de sosería tan propio de los artistas indolentes, permitió que el torero peruano lo muleteara por ambos lados con más disposición que hondura, y todo acabó en silencio tras el bajonazo infame con el que lo despachó.
La expectación estaba por las nubes, y colgado en la taquilla ese preciado cartel de «no hay billetes» que está criando telarañas en tantas plazas. Y se decía, con razón, que la estrella del cartel era Roca Rey, pero la gran ovación inicial, tras romperse el paseíllo, se la llevó El Cid, que se despedía de la afición en la temporada de su retirada tras tardes de triunfos clamorosos en esta plaza. Y el sevillano hizo un esfuerzo sobresaliente. A pies juntos veroniqueó con garbo y lentitud al primero de la tarde, que se vio claro que venía con los ojos cerrados después de una larga siesta. Sus andares cansinos no auguraban nada bueno, y solo su carácter bonancible permitió que el veterano maestro compusiera la figura en algunas tandas que resultaron simplemente aceptables ante un birrioso oponente. Mejor toro fue el cuarto, dentro de la tónica general de una corrida con ínfulas artistonas, blanda, noble y descastada, y El Cid hizo lo que sabe sin la emoción de antaño. No estuvo mal y toreó sin apreturas, como quien no se juega nada pero quiere despedirse con afecto, aunque alargó las dos faenas en demasía y la despedida resultó un poco pesada; como larga fue la ovación con la que Las Ventas le dijo adiós. La verdad es que El Cid ha sido campeador en esta plaza.
Una oreja cortó López Simón a su primero, el que más se movió con buen son de toda la corrida. Ausente con el capote, protagonizó una faena larga, escasa en dominio, despegada y carente de la emoción que el toro requería. Unas bernardinas finales —el pase de moda de los toreros con una tauromaquia con pocos argumentos— le facilitaron un trofeo excesivo para la insulsa labor desarrollada. El quinto se rajó tras la primera tanda, huyó a tablas y pidió con urgencia el tránsito al otro barrio.
Toros de Parladé, —el tercero, devuelto—, bien presentados, astifinos, cumplidores en los caballos, muy nobles y descastados; el sexto, muy manso y encastado. Sobrero del Conde de Mayalde, bien presentado, noble y soso.
El Cid: pinchazo, media baja y dos descabellos (palmas); media estocada —aviso— (gran ovación de despedida).
López Simón: estocada caída —aviso— (oreja); pinchazo hondo tendido y un descabello (ovación).
Roca Rey: —aviso— bajonazo (silencio); —aviso— estocada (dos orejas). Salió a hombros por la puerta grande. Sufrió una herida de 6 centímetros en el muslo derecho, contusiones y erosiones múltiples de pronóstico reservado.
Plaza de Las Ventas. 22 de mayo. Novena corrida de feria. Lleno de ‘no hay billetes’ (23.624 espectadores, según la empresa). Asistieron el Rey emérito Don Juan Carlos y la Infanta Elena desde la meseta de toriles.