Álvaro Pastor Torres.- Una corrida de toros a las ocho de la tarde (las seis hora solar, la duodécima y última de los romanos) es un contradiós, a pesar de que fuera un viernes, el día de Venus, el predilecto para los compatriotas de Julio César y Cicerón. Los toros o con sol y moscas o en horario nocturno; mejor lo primero, siempre. Las sombras son malas consejeras para la vista y para el espíritu, pues ya se sabe que el sueño de la razón produce monstruos y más en las mentes artísticas y delicadas. La espera en el hotel se debe hacer interminable tras la tortillita a la francesa. Mi amigo René, humilde pero contumaz aficionado práctico en un par de continentes, prefiere torear por la mañana, lo más «temprrranito» posible como él dice alargando la erre con su dicción francesa entreverada con el andaluz de la Alfalfa, donde para cuando recala por Sevilla.
El personal, que dejó más huecos de los esperados y deseados en el hormigón de la plaza, iba esperanzado, ilusionado, amable, contento (los destilados también hacen mucho), aplaudidor y movido, pues entre toro y toro una masa informe parecida a las extintas bullas de la Semana Santa buscaba con rapidez los orinaderos (como ponía antes en los mingitorios de la plaza de toros de Sevilla) o quién sabe si los abrevaderos exteriores de la plaza ante esta ley seca de libertades que padecemos. Pero ese mismo personal salió justo dos horas después un pelín cabreado, desilusionado, insatisfecho y contrito, salvo los cuatro -o cuarenta y cuatro- muy jartibles que se contentan con un racimillo de verónicas o algún muletazo despegadillo y no protestan cuando un cornúpeta sale manifiestamente despitorrado por la puerta de chiqueros. Y es que ayer en Morón no toda la culpa fue del ganado. Vamos a dejarlo en fifty-fifty ¿Se escribe así? Vive le français! Viva el latín!