Antonio, el vaquero de la ganadería, se levantó temprano como siempre. Ese día era uno más, aunque era especial. Era el día de Navidad. Se había acostado más tarde porque la cena familiar en el pueblo se había alargado. Pero allí estaba montado en el caballo cuando aún el sol no había roto la telaraña de la bruma matinal y una tímida niebla ocupaba el horizonte de las encinas de la dehesa. La humedad de los terrenos le obligó a no forzar al caballo. Tenía previsto dar su paseo diario para revisar el ganado, pero algo le obsesionaba. Era más que probable que su vaca preferida, Preciosa, hubiera parido. Y debí confirmarlo. Era su primer parto. Y, buen conocedor de los recovecos de la finca, se fue al lugar que las vacas elegían para sus partos.
Por el camino, Antonio pensó en muchas cosas. Sobre todo, pensó en los problemas de la sociedad española que le asombraban cuando podía ver algún informativo en la televisión. En la Nochebuena pasada se había hablado del suceso tremendo de esa joven de Zamora que fue a encontrar la muerte en una aldea de Huelva. Algo por dentro le corroía. Pensó que Dios, ese que había nacido esa noche, no debería permitir esas cosas. Y clamó a Dios para que se hiciera presente en la Tierra para que los que como él tenían dudas se reafirmaran en su existencia.
Así caminaba por los senderos cuando llegó a la zona escondida de matorrales donde estaba seguro que Preciosa había parido. Era su vaca preferida. Recordó su nacimiento, su belleza rematada, el día que fue tentada y su comportamiento bravo con el caballo y la muleta. Así pudo ser cubierta más tarde por Encendido, el semental más preciado. Antonio la había vigilado todo el tiempo en el que estuvo preñada. Y había llegado el día, porque ya debía haber parido.
La encontró en el sitio previsto. Un becerrillo tambaleante quería incorporarse mientras la vaca le lamía sus carnes. Preciosa observó al vaquero y éste adivinó una especie de mirada agradecida. Antonio se sintió trastornado. El milagro de la vida se había hecho presente de nuevo en la Nochebuena. Era verdad. Dios existía y estaba de forma permanente en nuestras vidas. Se hacía presente en las cosas de más enjundia y en las más pequeñas. Aliviado, dejó a la vaca con su precioso becerro. La naturaleza le había abierto los ojos el día de Navidad. Y siguió su camino buscando la existencia de Dios en cada rincón de la dehesa.