Carlos Crivell.- Hablaba mucho de toros con Pepe Luis Vázquez Silva, sobre todo de toreros buenos. Tenía una frase definitoria. Cundo un torero le gustaba, me decía: “Es uno de los nuestros”. Al contrario, si no era de su cuerda, sentenciaba: “No es de los nuestros”.

Preparando el libro de Pepe Luis nos reunimos una mañana de noviembre en la casa de Nervión con el patriarca y su hijo. Casi sin vista y una pésima audición, grabada está la conversación que Antonio Lorca y yo teníamos el placer de poder escuchar de primera mano. “¿Cómo era Manolete?”, preguntó Lorca. “Tenía mucho amor propio y era muy bueno con la espada”, contestó Pepe Luis. Terció Vázquez Silva: “Pero, ¿quién toreaba mejor, él o tú? Sin pensarlo dos veces, el gran maestro dijo: “Hombre, yo toreaba mejor”. Dicho con naturalidad, sin ningún exceso en la palabra ni un gesto de falsa vanagloria. Pepe Luis Vázquez Silva, que conocía la respuesta, sonrió de forma socarrona. Sonsacó a su padre para que dijera con libertad y sinceridad algo que era más que evidente. Manolete fue un genio, pero Pepe Luis toreaba mejor.

Por eso esa frase de los nuestros se me quedó siempre grabada. Me lo dijo un día tras la irrupción de Pablo Aguado: “Es de los nuestros”. También hablando de Juan Ortega: “Carlos, este es de los nuestros”.

Los nuestros son toreros tocados por una varita mágica que torean sin forzar posturas, naturales, con las manos y las muñecas bien engrasadas, el cuerpo asentado sin envaramientos ni tensiones, como si te lo encontraras en la calle y te saludara con un apretón de manos sin gestos grandilocuentes ni expresiones subidas de decibelios. Es esa naturalidad tan complicada, mucho más que lo contrario. Pepe Luis Vázquez Silva era una persona introvertida que solo se salía de sus moldes en ambientes de confianza, enemigo de todo lo forzado y lo ridículo, amable siempre, también sabiendo mantener la distancia cuando el entorno no era de los suyos. Estaba a gusto con “los nuestros”.

Esa templanza de carácter llenó su estilo torero. Es un caso de perfecta transmisión genética, porque cuando era un niño no pudo ver muchas imágenes de su padre en los ruedos. Iba al toro sin aspavientos, cargaba la suerte, la mano contraria siempre relajada en paralelo a la pierna, todo con una simpleza que parecía muy fácil lo que era muy complicado.

Decía en otro texto que se torea como se es. Pepe Luis no atropelló nunca la razón, ni como hombre ni como torero. Sabía de sus posibilidades, pero nunca forzó la máquina de su cuerpo para buscar un triunfo a contraestilo. De ahí, no ya su irregularidad, sino su escasa trascendencia en lo que son estadísticas y números. A pesar de ello pude ver sus triunfos en Sevilla la mañana de San Miguel tras la muerte de Paquirri; o su tarde mágica en Huelva con el toro de Sampedro; por imágenes, la faena a Ropavieja. Quien ha toreado de esa forma es parte del mejor compendio de clase torera de todos los tiempos. Fueron pocas veces, pero qué categoría más grande.

Un día me lo traje en coche de Salteras a Sevilla. Habíamos estado en la peña El Cid en una charla taurina. El viaje fue muy largo porque nos atrapó un atasco a salida de un partido en el Villamarín. En el coche lo llamó Morante y escuché la conversación. Doy fe de que el de La Puebla fue vital para que volviera a los ruedos en 2017, para que pudiera torear en Granada y escribir su postrera gran obra torera.

Tenía es punto de gracia natural que adorna a la inteligencia de los elegidos. También era una persona respetuosa, incapaz de levantar la voz, sentencioso en su momento, recatado en otros, siempre en su sitio, torero y persona fundidos en un bloque.

Después de su ictus de 2019 se perdió mucho de los ambientes, aunque había logrado recuperar muchas funciones. Así se le pudo ver en la pasada feria de Sevilla cuando Juan Ortega le brindó un toro. “Es uno de los nuestros”, me volvió a contar la última vez que hablamos.

Se ha muerto uno de los nuestros y Sevilla siente que algo suyo le ha sido arrebatado. Porque la ciudad puso todas sus esperanzas en su llegada a la Fiesta, porque sufrió en sus carnes la cornada tremenda del año 1989, porque se estremeció con nostalgia con el anuncio de otro Pepe Luis con la de Miura, porque se descorazonó cuando, al paso del tiempo, Pepe Luis no daba el paso adelante. Su toreo era como su persona. Su talante taurino era como el hombre, algo tímido, correcto, bueno en el mejor sentido de la palabra.

Se ha ido uno de los nuestros y mi persona se queda atenazada con distintas sensaciones. Fue un placer tratarlo, tanto como haber gozado de su toreo. Adiós, amigo.