Álvaro Pastor.- Antes de comenzar el festejo, en la azotea que da acceso a las gradas pares de sol, donde se improvisan sabrosas tertulias en las que se habla de lo humano y lo divino del toreo -de faenas antiguas y de desastres modernos-, me encontré con un amigo, compañero de profesión y de pasiones semanasanteras, hermano de hábito nazareno en la Soledad de Sevilla, vulgo San Lorenzo. Me dio una estampa. Tenía sabor añejo, fotografía en blanco y negro, de fuerza deslumbrante con una iconografía muchas veces vista en las cajas de carne membrillo pontanense que fabricaba el abuelo del también compañero en las aulas Luis Romero. Como no soy arzobispo coadjutor, ni tengo secretario, me la guardé muy cerquita del corazón.

Empezó la corrida. Y yo, esperanzado. Pero iba la tarde de rebajas feriales, pues cuanto más se acercan los farolillos a menor altura cae el ya de por sí bajo listón de las exigencias maestrantes: El Juli se había llevado con escasa petición una orejita muy benévola después de una faena con mucho adorno y pases por alto pero de poco toreo fundamental, trasteo amenizado por el pasodoble gracias a un director excesivamente complaciente, con algunos. Rebajas estéticas, por culpa de un ayuda de mozoespá que se puso a limpiar impunemente el capote en la barrera mientras el toro estaba vivito y coleando por el ruedo. Y rebajas en la suerte de varas, reducida a la mínima expresión, y hasta en el crédito de un Manuel Jesús “El Cid” que estuvo más aperreado de la cuenta con un segundo toro que no era para tanto.
Y en esto llegó Talavante y mandó cambiar el ritmo del espectáculo. Surgió la magia de unas muñecas prodigiosas, cuyas virtudes ya se conocen en esta plaza, y una estética desgarrada, verídica, apasionada, con el temple por bandera. Por aquí y por allí, cambio de mano; la plaza se vino abajo en un momento. Tocaba a los demás ponerse las pilas.

Como había que apretar, El Juli, con ese amor propio que lo ha hecho figura del toreo, se metió entre pecho y espalda con el cuarto un arrimón de dos pares de cojones (con perdón) y aquello volvió a rugir. Pero la espada no rubricó la mejor faena –y con diferencia- que se le recuerda al madrileño por estos lares. Y, en claro y por derecho, al Cid se le fue el toro más importante que ha salido esta temporada, un ejemplar muy serio –por eso seguramente entró como sobrero- con transmisión y recorrido, de los que encumbran a un matador. El viento y un inoportuno desarme se llevaron todo, hasta unos muy buenos derechazos.
Se me olvidó decir antes que la estampa era de la Esperanza, la Esperanza Macarena. Gracias, José María.