Gastón Ramírez Cuevas.-La corrida del Conde de la Maza fue interesante y cumplió con creces. Recordemos siempre que la emoción la dan toros con casta brava a veces fáciles y a veces complicados, no los borreguitos tontos de las ganaderías que gustan a las figuras. Salieron dos cornúpetas peligrosos, el primero y el cuarto, con los que Rafaelillo estuvo valiente y solvente. El par de salidas al tercio fue merecido.

Luis Vilches gritó, dudó y naufragó entre dudas, enganchones y algún efímero muletazo con clase. Al salir al tercio en el quinto iba enjugándose las lágrimas de rabia y desesperanza. No era para menos, se le había escapado un toro bravo de verdad (hocico cerrado y sangrando hasta la mano, alegre, yéndose pa’ arriba y humillando) y que además tenía un buen porcentaje de nobleza. Esos toros descubren al de luces si éste no asienta los pies, se ajusta y manda con elegancia.

Da pena constatarlo, pero el talento solo no basta, eso llega siempre a parecerse mucho a la mediocridad. La verdadera víctima de la Fiesta es el toro bravo que se va inédito al destazadero.

De Joselillo hay que decir que no tiene bien claro ni el manejo del capote, ni el de la muleta. En el tercero, un toro zaino que fue débil, se defendía y derrotaba, el madrileño lidió bien y se lució un poco. Salió al tercio entusiasmando al público que quería verle hazañas mayores. Lo malo es que el burraco sexto fue bueno y repetía, y ahí Joselillo se vio desbordado. Una cosa es pegar trapazos y otra muy distinta torear.

Las cuadrillas anduvieron por la calle de la amargura e inclusive hubo dos tumbos espectaculares. El villamelonaje -que parece ir invadiendo subrepticiamente La Maestranza- aplaudió con fuerza a picadores que no saben lo que es la vara de detener.

El toreo es bastante duro e inmutable en sus adagios. Hoy bastaría con recordar ése de: cuando hay toros no hay toreros y viceversa.