Álvaro Pastor Torres.- Los aficionados sevillanos que con más de cuarenta tacos de almanaque a sus espaldas peinen canas –muchas o pocas según la genética o las irritaciones sufridas en este valle de lágrimas– seguro que recuerdan a un matador de toros mexicano, natural de Aguascalientes –barrio de Triana por más señas–, que superados los sesenta años toreó un festival en la Maestranza con Manolo Vázquez, Curro Romero y Manzanares en octubre de 1980: Alfonso Ramírez El Calesero, también conocido como El Poeta del Toreo, un genio a la hora de mecer el capote, considerado por muchos como el diestro más fotogénico con el percal en las manos.
Cuenta una leyenda urbana, con muchos visos de ser cierta, que era tanta su devoción por la imagen de Jesús del Gran Poder, que no cejó en su empeño hasta que consiguió salir de penitente en la madrugá sevillana. Y claro, le dieron un sitio de privilegio, detrás del Señor de Sevilla, que en las cofradías serias, al no poder mirar para atrás los nazarenos, es el lugar más deseado. A mitad de la estación de penitencia se le acercó su canastilla –para los no iniciados en la temática semanasantera hay que explicarles que es el diputado de tramo que cuida del orden y del bienestar de los nazarenos a su cargo– y se interesó por cómo le iba. La respuesta del maestro hidrocálido fue de antología:
–Jodidito, hermano, muy jodidito.
Pues así salimos ayer todos de la Maestranza, jodiditos, empezando, claro está, por el paisano de El Calesero, Arturo Macías, que pagó con sangre su valor seco, sus ganas de estar bien y también su inexperiencia. La cornada, muy fea y de efectos fulminantes sobre el diestro, le dio la puntilla a una tarde que iba en caída libre.
Jodidito el ganadero, y sobre todo la afición, que se tuvo que tragar un encierro muy disparejo de hechuras –todo un muestrario de retales–, cada uno de su padre-semental y de su madre-vaca, y encima mal presentado y sin remate (los pitones, por astifinos que sean, no lo son todo). Y encima la corrida salió, en líneas generales, dura, descastada y peligrosa, salvo el burraco cuarto que, aunque blando, metió la cara con nobleza.
Jodidito el catalán Marín, que no disimuló su apatía con el que abrió plaza y estuvo más entonado delante del único que medio se dejó. En los dos se puso muy premioso con la franela y el público le recordó que ya era hora de terminar.
Y jodidito también Iván Fandiño, sobre todo porque el programa oficial nos lo presentaba como el que «puede ser una de las sensaciones del siglo por su buen concepto del toreo» (sic), y resultó un vulgar muletero siempre enganchado y encima un pésimo estoqueador. Unas verónicas airosas no le salvan del petardo.