Ángel Luis Lorenzo.- En estos días las palabras descansan y se abre la puerta de toriles de la sacramental emoción (la misma que mostraba con la ganadería de Partido de Resina en la entraña de Doñana, rezando ante la tumba de Manolete o ante la presencia de Domingo López Chaves orando juntos en el hotel, como si de un altar se tratase, antes de salir el diestro salmantino a torear en las Ventas).
Sale un sueño recurrente, cualquiera que sea creíble: torear. Ese era el suyo, torear un festival vestido con sotana. Hay radicaba la novedad. Nadie lo había hecho, tan próximo en el tiempo, con este ornamento (fuera de la mimética uniforme de cualquier tentadero y con todo el respeto que se merecía). Pensaba hacerlo entrenando (a menudo lo hacía en Plasencia bajo la compañía del banderillero Jesús Talaván), con pasión por la belleza que engloba el mundo de la tauromaquia, y con la alegría que reviste la ilusión de un niño jugando al toro por las calles de Coria en unos días de San Juan. ¿Puede existir algo más romántico? Sueño sensible y verosimil que ya se torna perfección abierta en el cielo.
El 29 de noviembre se detuvo el tiempo con el temple de las campanas (como si de toque de clarines se tratara) de la S.I. Catedral de Coria (en el mes de todos los difuntos). Luis Fernando Valiente, sacerdote y natural de Coria (1978), con 43 años nos dejaba tras una muerte repentina; forjando en nuestra piel angustias sobre su frágil brevedad. Sobre esa misma prontitud, irrumpió precoz la afición en su ser “coriano”. En esa ciudad, su ciudad se vive de forma galopante el amor al toro.
Pelo canoso, figura esbelta y palabra firme. Su sonrisa hacía el paseíllo junto a su persona cada día. Su Arquitectura es sólida: Jesucristo, el Hijo de Dios (ese en el que la mayoría de los toreros buscan protegerse). Él era un joven volcado hacia fuera de sí mismo, ceñido al encuentro y cultivando diferentes sensibilidades que hacían generar devoción en todos sus feligreses.
En el primer tercio de tenerlo delante, se quedaba con el cariño de todos los sacerdotes, aficionados y profesionales. Personalmente, el pitón de la amistad me enganchaba desde hace muchos años, donde compartíamos vida en el Seminario. Mi último recuerdo, hace 15 días confesando en el Santuario de la Patrona de Cáceres: La Virgen de la Montaña, donde la Misericordia del Señor nos unía (esa que es capaz de curar las cornadas que la vida te puede dar). Recordando ambos, entre otras cosas, el fuerte golpe recibido por una vaca al aire libre, rompiéndole la tibia, en casa de un amigo torero hacía ya más de medio año. Lo vi bien, sereno, orante con voz brava y participativo.
Fuerza, entrega, rito, recogimiento, rezo, tradición, mística, garra, ilusión, valentía, sacrificio, dolor, riesgo, silencio, belleza… son palabras que muestran la actitud de vaciamiento total que existe entre el mundo del toro y la Fe. Entre los toreros y la humanidad de Jesucristo. Ese mismo que con su muerte, rubrica ahora tu muerte, con el Amor de Dios hacia ti en la Resurrección.
Se apaga la luz del sol (esa misma luz que muestra el albero) en el atardecer otoñal del campo extremeño, el ruido de los tractores echando de comer a la camada cesa, el de los toros para ser conducidos a los lugares deseados a penas se escucha. Tu alma se sienta en la sombra, prende una luz de Vida; ahora tallas tus tientas en el cielo, construyes tus pases con la muleta sin límites terrenales.
Todo es igual y todo es diferente. Pero tú ya no estás. Se es sacerdote “in aeternum”, como se es torero parar siempre. Torear es eso, multiplicar la vida en un instante varias veces. Sienta tu afición en tú corazón. Y a partir de ahí, sigue fraguando tus sueños por toda la eternidad. Sabiendo que “la tauromaquia es de todas las bellas artes, la más ortodoxa, pues es la que más prepara el alma para la contemplación de las grandes verdades” (Miguel Unamuno). Hacia esa Verdad ya te encaminas. Mientras tanto, el cielo se viste de luces…
Ángel Luis Lorenzo, sacerdote de la Diócesis de Coria-Cáceres.