Padilla_CaroRomero

Padilla brinda a Livia (Foto: Álvaro Pastor Torres)

Álvaro Pastor Torres.- Querido Joaquín Caro Romero: un sábado de feria por la noche, con todo lo que uno ya lleva en el cuerpo y en el alma -«la Macarena y todo/ lo traigo andado» dice la letra de una antiquísima sevillana que grabó La Argentinita con García Lorca de acompañamiento al piano-, no es desde luego el mejor momento para intentar hacer literatura, y no digo ya poesía, porque de eso tú eres maestro -y premio Adonáis-, y yo siempre tuve muy presentes las palabras que Cervantes puso en boca del Licenciado Vidriera (y cito de memoria porque ahora no tengo a mano las Novelas ejemplares): «no he sido tan necio que diese en poeta malo, ni tan venturoso que haya sido merecerlo bueno». Por ello, querido amigo, disculpa mis pobres palabras, pero el cierre del periódico apremia y no puedo esperar como tú a que me lleguen las musas de madrugada con bolígrafo y papel encima de la mesita de noche.

Esta misma mañana, paseando con el maestro Barquerito por tu calle hablamos -y bien- de ti. Me dijo que hacía tiempo que no tenía noticias tuyas, y que, como buen aficionado a la poesía que es, guardaba en su biblioteca varios de tus libros. Y qué sorpresa cuando pasadas las ocho Padilla, todo corazón, se subió en el estribo de la barrera del 5 y le brindó su segundo a toro a tu hija Livia. No sé qué le dijo, pero seguro debieron ser palabras muy emocionante porque tanto el jerezano como ella, desgraciadamente, han conjugado el verbo sufrir en primera persona y en todos los tiempos posibles. Esa dedicatoria fue la alegría, mi alegría, de la tarde, en un día donde los cabales desertan en masa de sus abonos y la plaza se llena de chabacanería y bisutería al por mayor. También de mujeres guapas, Joaquín, tú, todo un experto en poesía erótica desde Grecia hasta nuestros días, aunque imagino que ayer solo tendrías ojos para Inmaculada, tu mujer, cuyas manos portaron hace ahora cincuenta años la presea áurea -hecha en 1913 y a la que tanto aportó José Gómez Ortega, Gallito– con que se coronó canónicamente la Esperanza Macarena.

He de confesarte, aunque ya lo sabes porque te lo he dicho muchas veces, que «cuando sea mayor» me gustaría escribir crónicas taurinas que se parecieran un poco -solo un poco, no puedo aspirar a más- a las que tú firmabas en la competencia, esas en las que hacías protagonista al gorrión que quiso ser torero y o la libélula que se posó sobre el castoreño del picador. Aunque es curioso que en nuestros múltiples paseos por el Jueves de la calle Feria hablamos más de literatura, de la Academia y de otras cosas más mundanas y placenteras que de toros.

Menos mal que no vas a tener que escribir la crónica de ayer. Eso que ganas. Fue un cante, como el aflamencado que dio uno con sudadera verde y letra escrita en la mano desde la solanera. Mi amigo José María, que sabe de toros una barbaridad, dice que no aplaude a los picadores porque su «catecismo taurino» se lo impide, e ítem más, que había que suprimir esa suerte. El Fandi, imagino, que la que querrá anular será la faena de muleta, porque tras clavar las banderillas en medio de notables ejercicios gimnástico-circenses viene la Nada, título de una famosa novela de Carmen Laforet. Abellán, que nadie sabía qué pintaba aquí, pasó y si no llega a ser por un volapié nadie hubiera reparado en él, vestido como iba de banderillero.

En fin, Joaquín, así está esto. Muchos besos a tu hija. Tuyo afmo. siempre. APT.

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