Borja_Sevilla5-4-15Álvaro Pastor Torres.- Julio César, uno de los personajes más importantes que ha dado la Historia, el mismo que según Antonio Burgos torea con el escudo desde lo alto de su columna en la Alameda de los Hércules del conde de Barajas, caló bien a los volubles sevillanos: «para vosotros los beneficios son injurias y las injurias beneficios». Espartaco, un césar en el toreo, todo pundonor, todo oficio, todo amor propio, no podrá decir jamás eso. Dio el paso adelante cuando hubo que hacerlo y la ciudad, en su plaza de toros, lo arropó desde el primer hasta el último momento. Todo estaba preparado ad hoc: el público bizcochable y emotivo, la música fácil («Suspiros de España» y «Dávila Miura»), y las exigencias técnicas y estéticas en el mínimo, pues no era tarde para meterse en honduras. Todo ad hoc, menos los toros, siempre imprevisibles, que se los tuvo que medio inventar. Era él y sus circunstancias. Perfil de patricio de la Bética con sobrenombre de esclavo.

Como descendiente lejano de ciudadanos del Impero -hasta el apodo suena a película de romanos rodada en los estudios de Cinecittà, y ya dijo Antonio Gala que tenemos más de sandalia romana que de babucha mora- hizo honor a su linaje y su gens: honró a sus mayores, a su familia y a los hombres ilustres con ese brindis a Curro Romero. Dio todo lo que pudo. Y la plaza lo entendió y se lo agradeció con creces, por ayer y por toda una carrera honrada y seria a carta cabal.

Manzanares era ayer Marco Antonio, sin pijamas ni Cleopatra. De luto riguroso, como cuando José perdió a la señá Gabriela; pero no hagamos comparaciones porque esta vez sí son odiosas. Se dejó ir el toro más potable del encierro que campó a sus anchas por todos los tendidos de la plaza en un trasteo diestro de series cortas.

Al toricantano Borja Jiménez le tocaba en la función el papel de Bruto, el hijo adoptivo de César al que le da matarile en los idus de marzo. Venía como correspondía al día, de blanco y oro, y tras un pase cambiado muy ajustado el terno se convirtió en toga senatorial, alba y roja. No hizo honor al adjetivo homónimo de su nombre, bruto, antes al contrario, es torero de finas maneras -como ese quite por chicuelinas al quinto-, diestro grácil y de buen corte que también se dio el arrimón cuando al último morucho de Juan Pedro se le acabó la poca raza que tenía y se negó a andar.

Con la noche cerrada Espartaco traspasaba la Puerta del Príncipe sobre los curtidos hombros de sus compañeros de profesión. Ni el romano arco de Tito con los relieves del saqueo del templo de Jerusalén contempló nunca mayor gloria humana bajo el intradós de sus piedras. Ave César! Ave Espartaco!

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