Javier_Jimenez_desprecioÁlvaro Pastor Torres.- Bajó Moisés del monte y comprobó con gran estupor y notable enfado que su gente se había hecho muy taurina, que si becerro por aquí, que si becerro por allá, tanto que hasta le salieron al pobre hombre una especie de cuernos tras un ataque de celos… religiosos. Y como vio que los de su sangre eran contumaces y no había forma de devolverlos al redil, tomó un cincel y cambió los mandamientos: Amarás al toreo sobre todas las cosas y a él te consagrarás en vida. No darás pases en vano. Santificarás tu profesión y saldrás a darlo todo como si fuera hoy la última vez. Honrarás a los clásicos y en ellos te fijarás. No cometerás actos impuros como retrasar la muleta y empezar el pase en la cadera, perder los engaños o salirte de la suerte suprema y no hacer la cruz. No robarás los pases con artimañas y malas artes. No mentirás ni dirás que los toros no valían. No matarás… a los de tu misma especie, claro, que aún eso del animalismo y las películas de Walt Disney no estaban de moda, ni tampoco pincharás una faena entonada. O no codiciarás el toro del otro. Y un sevillano que andaba por allí -mi querido Ismael Yebra seguro que diría que era de la Alfalfa por aquello de vivir resguardado de las inundaciones en la parte más alta de la prehistórica ciudad sobre palos a la veneciana, que eso era la primitiva His Pal- añadió al texto unos cuantos más de su cosecha, entre ellos el de no usarás una toalla en el albero -«toballa» decía el mozo de espadas con el que yo iba de ayuda in illo tempore por esas plazas de polvarea– y menos en el centro del ruedo a la vista de todo el mundo. Todos estos mandamientos se resumen en dos: amarás el toreo y no aburrirás a la gente, porque es la que paga.

Ya sé que muchos pensarán que estas leyes son más falsas que los libros de plomo del Sacromonte, y que ningún tratadista taurino, de Pepe Hillo para acá las ha citado, pero tal como me las contaron ayer en el callejón de la plaza de toros se las cuento. Porque la Biblia habla también de los toros que criaba el mítico Gerión  en la  Turdetania, o sea, más o menos por aquí, en la otra orilla del río Betis, donde el lago Ligustinus, frente a la ribera que empieza a ser marismeña por Dos Hermanas de donde llegó cargado de ilusión Antonio Nazaré, que bien honró con un sentido brindis a su fiel banderillero Joselito Ballesteros por aquella cita de «venid, venid, benditos de mi Padre» porque estuve olvidado y tú nunca me fallaste; desanimado y tú siempre ahí encima, animándome; falto de contratos y tú conmigo esperando el maná y la tierra prometida; hambriento de esperanza y tú siempre en mí confiando y conmigo entrenando; sediento de justicia y tú diciéndome que algún día llegaría mi hora. Y casí llegó con Turulato, un castaño muy oscuro, como los retintos de Gerión, que se bebía los engaños con el hocico por el suelo, una y otra vez. Venga a repetir, venga a pasar. Un sueño, una ilusión. Ayer tarde Nazaré comprobó bien la maldición bíblica: ganarás el pan con el sudor de tu frente y con una contusión costal. ¡Valedme, Señora! Y Valme lo libró.

También dicen las escrituras eso de «vosotros sois la sal de la tierra». No lo debió leer en su día el mejicano Saldívar, que ni al encastado segundo, ni al noble pero soso que hizo quinto, los entendió. Para viaje tan largo hace falta una buena Biblia en las alforjas. Y sal, toda la sal de San Fernando.

Y hablando de biblias. Una tarde, hace mucho tiempo, tanto que había toros el 15 de agosto,  me dijo mi buen amigo y maestro Jesús Martín Cartaya que ser figura del toreo era más difícil que ser Papa. Y ayer se comprobó bien: un argentino con sangre italiana ocupa la silla de Pedro y unos cuantos toros se fueron con las orejas puestas. Ya se sabe que muchos son los llamados pero pocos los elegidos.

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