Alfonso-Guajardo-FajardoCarlos Navarro Antolín.– Aquella tarde era de cielo panza de burra. La llovizna barnizaba los adoquines de Roma. El otoño sienta bien a las ciudades bellas por viejas y viejas por historia. Los guardias civiles de la puerta de la embajada daban las buenas tardes con un fondo de reproducciones de cuadros de Goya. El Palacio de España es un museo, poco conocido como son casi todos los museos. La llovizna era el punto poético de aquel octubre de escalinatas, estancias suntuosas, paredes forradas de terciopelo y lámparas altas y esplendorosas, de las que manaba la luz como fontanas. El embajador, Carlos González Abella, era gran aficionado a realzar y solemnizar todos los actos. Las formas son claves en la diplomacia. Era un día grande en la Embajada de España ante la Santa Sede, donde se recibía a dos nuevos cardenales españoles: monseñor Amigo, arzobispo de Sevilla, y monseñor Herranz, arzobispo de la curia. En la planta alta, González Abella recibe uno a uno a los sevillanos que formaban una bulla en torno a los nuevos Príncipes de la Iglesia. Un séquito de seiscientas personas acompaña a Don Carlos. En la estancia principal, en una mesa con capacidad para acoger un consejo de ministros, se ofrecen a modo de cuerno de la abundancia un sinfín de manjares pese a la hora del acto: las 17:30. Paella, pescado en salsa, croquetas, cava, caldos de Rueda… El personal da rienda suelta al Pantagruel que lleva dentro. Se aprecian los movimientos tácticos de esos sevillanos capaces de capturar croquetas con una mano mientras con la otra las esconden en el bolsillo. Hay más interés por engullir que por apreciar el arte de un edificio del XVII, con lienzos del Museo del Prado y esculturas de Bernini. Alejado de esa bulla que cangrejea ante las fuentes de paella, un sevillano discreto, ajeno a los codazos del canapé y extasiado ante tanta belleza, se acerca al periodista y comparte un sentimiento hondo, muy alejado del espectáculo terrenal que se perpetra entre tapices, volutas y cristales valiosos: “Este es uno de los sitios donde uno se siente orgulloso de ser español”.

Alfonso Guajardo-Fajardo y Alarcón (Sevilla, 1961) es un sevillano fino, pero nada frío. En aquel viaje representaba a la Real Maestranza de Caballería, de la que poco tiempo después fue teniente de hermano mayor. Sevillano que a veces usa camisas de manga corta, siempre luce corbatas discretas y gasta trajes con tres botones que de vez en cuando incluyen un elegante chalequillo. Un sevillano que habla lento y en voz baja en la ciudad del ruido. Como buen caballero maestrante, parece que siempre está en posición de firme, dispuesto a recibir al Rey en la puerta de la Casa. Dicen que ahora se considera un sevillano en la reserva, viviendo su vida entre su casa de Felipe II y los campos de la provincia donde ejerce de agricultor, de amo cuyo ojo engorda el ganado. En Umbrete cuida de los olivares, de donde salen las aceitunas gordales y de manzanilla, y en Carmona del trigo.

Cualquier hermano mayor que se precie, comienza a moverse en el final de su mandato para aspirar a un carguete en el Consejo de Cofradías. Pero este sevillano que fue teniente de la Maestranza lleva a gala no poder ser ya nada más importante que lo que ha sido, en su caso el mismo cargo que desempeñó su padre, como recuerda uno de los cuadros de los salones principales de la institución nobiliaria. Lo fácil para un teniente de hermano mayor de la Real Maestranza es no hacer casi nada durante los cuatro años del mandato y los dos de ampliación. Lo cómodo es limitarse a reposar los brazos en la barandilla del palco de la plaza de toros, esas localidades con derecho a horchata o a refresco aliñado, a cuarto de baño con toalla y jabón, a prismáticos y a meter mano en la caja de puros. Lo cómodo, decíamos, es sentarse en la presidencia de la ceremonia de entrega de premios taurinos y de mejores expedientes académicos, y hacerse unas cuantas fotos en las presentaciones de libros o en la entrega de donativos a los comedores sociales. Con eso bastaría para muchos, amén de la vida social a puerta cerrada que reporta la tenencia y de la facultad de invitar a los allegados a los festejos de relumbrón de la temporada taurina. El cargo de teniente ya lo quisiera mucho cofraderío, sobre todo el que se ha inventado una orden de nuevo cuño y se reviste de capas blancas a falta de no poder ingresar en la Real Maestranza.

Pero este sevillano nacido en el Patio de Banderas no fue un teniente acomodado. No se conformó con cumplir con el mínimo que la liturgia de la tenencia prescribe. Tuvo la osadía de meterle la piqueta a la plaza de toros, uno de los monumentos intocables de la ciudad. Buscó en los archivos los planos originales de la plaza, negoció con los arquitectos, se puso el casco de obra y metió la maquinaria en el ruedo para romper un tendido y recuperar un antiguo acceso interior, la conocida como puerta del despeje, a costa de reducir el aforo. Hay quien dice desde entonces que tienes más peligro que un maestrante en otoño o que un cofrade con las tardes libres, porque en esos tiempos muertos se sueñan las grandes reformas.

Pasó el invierno, llegó la primavera y comenzó la temporada taurina con los muros de la plaza encalados, gloria de monumento que es el mejor cuidado de la ciudad y sin coste alguno para las arcas públicas. Entraron los abonados en la plaza el Domingo de Resurrección y no se oyó una queja, ni un chascarrillo. La reforma fue un éxito. Fue un caso único de silencio maestrante que daba derecho a las dos orejas y vuelta al ruedo. Guajardo-Fajardo quedó coronado como el maestrante sin miedo… a abrir en canal un tendido, en la ciudad donde cualquier reforma en el centro es para cepillarse el caserío del XVIIy el XVIII, desarrollar una arquitectura de tanatorio y sembrar el callejero de esas fachadas de hierro sucio que a los arquitectos les ha dado por usar tanto para restaurantes a la vera del río, como para posadas antiguas junto a San Pedro, o para casas de hermandad en la judería. Como diría la ex alcaldesa: “Qué horror, qué horror”.

La vida cotidiana tiene la calma de un mar plato en los amplios salones de una vivienda donde el retrato del padre escruta a todo el que llega a la morada. El santuario personal es una biblioteca impoluta, de lomos catalogados, donde se funden las colecciones de libros del padre y de un tío-abuelo, donde está el Señor Descendido de la Magdalena y algunos importantes reconocimientos de entidades de la ciudad. Las estancias de la casa combinan una selecta pinacoteca y una platería cuidada. Hay rostros en blanco y negro en fotografías que son reliquias del pasado que sigue vivo. Guajardo-Fajardo es nazareno de la Soledad de San Lorenzo, cofrade serio al que nunca verán en cabildeos. Fue costalero de los Ariza en los años sin relevos, en esas noches de Sábado Santo que había que ingerir terrones de azúcar para no desfallecer en esa recta interminable que era Cardenal Spínola.

En la Semana Santa de 2007 perdió el teléfono móvil en una bulla en la que orientaba al Defensor del Pueblo, Enrique Múgica. Un Jueves Santo acompañaba como oficial de la junta de gobierno de la Real Maestranza a los Duques de Lugo, pero las primeras cofradías de la tarde no salieron por la lluvia, así que la comitiva acabó visitando la Basílica del Gran Poder y, oh casualidad, entrando en San Lorenzo para ver a la Soledad. Aquella tarde, cuando se confirmó que salían la Quinta Angustia y el Valle, gracias a la decisión de dos grandes hermanos mayores como Luis Rodríguez-Caso y José María O´Kean, este maestrante sin miedo remontó las filas de la cofradía de la Anunciación para gestionar que se dejara a la Infanta de España tocar el martillo del paso de la Virgen de los ojos verdes. Y así fue en la Avenida. En la salida de la Macarena, fue testigo del gesto espontáneo del duque de Lugo, cuando se quitó la cadena de oro y se la donó a la Virgen de la Esperanza. Una joya que sigue expuesta en las vitrinas del tesoro macareno. La Infanta se retiró tras ver pasar a los Gitanos por la Casa de las Dueñas, pero el duque quiso seguir viviendo la Madrugada. Hubo que llevarlo a la Catedral para que viera el Calvario y la Esperanza de Triana. Y parece que, por fin, se quedó satisfecho.

No hay honor más importante que el haber sido teniente, que en Sevilla no hay más que una tenencia y no hacen falta mayores precisiones. No hay mayor placer que los pequeños deleites como la lectura del periódico, cuando el café se enfría porque un artículo requiere de la máxima atención, o el aperitivo del que no debe quedar ninguna sobra. Los achaques de salud son oportunidades que uno tiene para saborear aún más esos pequeños hitos de la vida cotidiana. Y no hay mirada más penetrante que la del padre, el retrato que recibe al visitante. Los soleanos son personas acostumbradas a disfrutar con profundidad de los momentos en que otros son presas de la melancolía. La vida es una noche de Sábado Santo, cuando todo empieza. La clave es estar siempre firme, como si el Rey pudiera aparecer en cualquier momento.

Publicado en Diario de Sevilla el 14 de junio de 2015