Para Eugenio Gil Mercado

 

Álvaro Pastor Torres.- Parafraseando los versos de mi amigo Rafael Montesinos el rito no es aprendido, sino heredado, pues va en la sangre, en mi caso por la parte de los Torres. Cada año, cercanos los idus de marzo, cuando vuelvo de renovar el abono en las taquillas de la plaza (hubo un tiempo ya lejano que era en las oficinas de la empresa, a caballo entre las calles Adriano y Circo, según fuera de sol o de sombra, y antes -yo no lo conocí- en la calle Zaragoza, como me apuntaría el bueno de Eugenio), dejo el sobre con todas las entradas de la temporada en el mismo sitio de la estantería del salón y le digo a Rosa, mi mujer: «Si me muero ya sabes dónde están; que las aprovechen mis amigos y conocidos más aficionados».

Hace décadas el abono era un simple cartón en octava, ora horizontal ora vertical, con una fotografía o pintura de tema taurino en la portada, unas normas con faldón de publicidad en la contra (Veterano de Osborne, Oloroso San Hilario, Fino Victoria, Coñac Decano…) y un cuerpo doble con los datos del abonado, los festejos que incluía («todas las corridas de toros y novilladas con picadores que se celebren en esta Plaza y cuyas localidades se expendan al público, a excepción de las que puedan organizar la Real Maestranza de Caballería y la Cruz Roja Española»), el precio, una firma (Enrique Ruiz Cruz, administrador de la empresa Pagés o los hermanos Diodoro y Herminio Canorea a partir del 59) y las cuadrículas numeradas de los festejos que los porteros iban taladrando con variadas formas: corazones, triángulos, estrellas, rombos.

Conservo como oro en paño los de mi abuelo Antonio (tendido 1, fila 11, nº 11) que abarcan desde la inmediata posguerra hasta mediados de los sesenta, gracias a los cuales se puede hacer una tesis de la economía española y la inflación de la época (750 pesetas el abono en 1946, 2.150 en el 57 o 3.500 en 1962), y otra tesis del devenir en el gusto de los públicos (Pepe Luis en 1947, Manolete al año siguiente tras la tragedia de Linares, Rafael «El Gallo» en el 62 o una extraordinaria colección de fotografías de Arjona). Los cartones de mis primeros abonos (1980-1991) también deben andar por ahí: tendido 11, fila 6 nº 48. Allí justamente, encima de la bocana central, aprendí mucho con don Miguel, el maestro pastelero de La Campana que invitaba a toda su familia en «El Marisco Rojo» el día de los Miura, imagino que por aquello de la vecindad con Zahariche, y el mismo que multó a un banderillero de Curro en un festival taurino que presidió por hacer gestos obscenos; también me instruí notablemente, sobre todo en gramática parda, con el peculiar lazarillo que lo traía en coche desde el pueblo, un mancebo de botica con mucho vivido desde su etapa de estudiante universitario en Granada; con el droguero de la muy taurina calle López de Arenas y, cómo no, con mi buen amigo el pintor Juan Romero que estaba en la fila 7 y al que su esposa Claudine Weiler esperaba en la puerta 17 al final de cada festejo. Cuando volví a abonarme, ya en la Grada 4, reserva espiritual de la plaza-los-toros (ahora Sol Alto 8) el cartón había sido sustituido por un taco de entradas: de la papelería e imprenta Raimundo a la vulgar y seriada impresora de un ordenador, degenerando que diría Juan Belmonte de Miranda, su banderillero y gobernador civil.

Un año más, o uno menos según se mire, el sobre de las entradas se ha vaciado siguiendo el curso natural de la cada vez más menguante temporada taurina sevillana. LAUS DEO!

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