Álvaro Pastor Torres.– Cuando el sábado salió en Villacarrillo el último novillo de El Torero (Sanluqueño-67 del guarismo 9), un precioso listón y gachito que apuntaba maneras solo con sus hechuras, el concurso del XXVII ciclo de novilladas de las Escuelas Taurinas Andaluzas parecía ya casi decidido y en el esportón del portuense Víctor Barroso a pesar de su fallo a espadas en el quinto. Jesús Llobregat no había cuajado la tarde pese al nutrido y ruidoso apoyo del paisanaje y Diego Bastos se había liado más de la cuenta con su primero por su bisoñez y por esa manía tan actual de alargar los trasteos.
Pero en la tauromaquia, como en la vida misma, hasta el rabo todo es toro. Diego recibió al eral en el tercio con airosas verónicas -maneja bien el percal, maestros tiene- y remató con una ajustadísima larga cambiada de rodillas. Breve quite de un Llobregat afligido y réplica de Bastos por chicuelinas que abrochó con una de sus peculiares medias de manos altas y casi vueltas. Brindis televisivo a sus paisanos de Constantina. Faena de izquierdas -la mano de los cortijos como decían antaño- sin bajar tampoco la guardia ni la calidad con la diestra. Trasteo rotundo y firme, siempre in crescendo y hasta con impulso juvenil en algún desplante poco ortodoxo. Las tandas se fueron sucediendo con naturalidad, como si el chaval, de solo 16 años y corto bagaje con el chispeante, llevase ya mucho tiempo en esto. Y al final atracón de cercanías junto a las tablas, circulares al derecho, al revés y unos cuantos ayudados por alto de cartel. La plaza en ese momento era ya un manicomio. Estocada entera arriba entrando a matar o morir y certero descabello. Tres pañuelos blancos en el palco más el azul para la vuelta póstuma al buen novillo.
Arrastrado el eral, las espadas -que durante buena parte de la tarde no habían estado todo lo finas que se esperaban- seguían en todo lo alto, el público continuaba en sus asientos; la tarde declinaba literalmente por los cerros de Úbeda; los trofeos estaban primorosamente preparados y las autoridades formadas en la arena, pero nadie sabía a ciencia cierta quién iba a ser el ganador del certamen. La decisión del jurado se hizo esperar un poco y Emilio Trigo, que oficiaba con acierto como maestro de ceremonias, le dio más emoción aún al asunto hasta que se desveló el misterio y Diego Bastos, de la Escuela Taurina de Sevilla, se hacía con el primer premio… y con un precioso capote de paseo negro bordado en oro.