Luis Carlos Peris.- Fieles a nuestra cita anual con la historia de la Feria de Sevilla en su principal apartado, el taurino, iniciamos un serial que recogerá auténticos hitos que pasaron a la historia para grandeza de esta Fiesta tan grande y tan perseguida. Hitos ocurridos en el albero de la plaza de toros de la Maestranza y que vamos a iniciar con una de las gestas más heroicas que vieron estos ojos que ha de comerse la tierra.
Estamos en la Feria del Prado y es un esplendoroso sábado de lleno en la ciudad efímera de casetas y farolillos. Era cuando el sábado de Feria brillaba más que ningún otro día en aquella Sevilla de reloj parado, calles surcadas por los raíles de una eficaz red de tranvías y que vivía con pasión la Fiesta. Una pasión que se multiplicaba al conjuro de la divisa de don Eduardo Miura y que entonces no se lidiaba como cierre de una Feria que iba a concluir el domingo con la corrida de Peralta.
Pero vayamos a lo que nos ha traído hasta aquí, a esa corrida de Miura que va a resultar trascendental en la carrera de uno de los más grandes toreros de los años sesenta y parte de los setenta del siglo XX. El torero no es otro que un muchacho del Cerro del Águila que aún no ha cumplido los dieciocho años y que llegaba al patio de caballos de la Maestranza dispuesto a comerse el mundo.
Tras una alternativa de lujo en la Feria de San Miguel de 1958, con Luis Miguel de padrino y Gregorio Sánchez de testigo, las cosas no funcionaron y se había quedado fuera de la Feria del 59. Ingredientes más que de sobra para que un tío como Diego llegase a esa corrida de Miura con el agua hirviéndole. Se cuenta que era tal su ensimismamiento que cuando estaba liándose el capote de paseo llegó un señor mayor a desearle suerte y Diego le pidió que le dijese a su padre que estaba muy tranquilo sin reparar que el hombre que se le acercó era Francisco Puerta, su padre.
Lleno a reventar y la expectación se ha disparado porque la noticia es que la corrida de Miura ha reventado las romanas. En esa Feria ya se coloca sobre la puerta de chiqueros la tablilla con los pesos y el personal está deseando saber si es cierto lo que dicen, que hay tres toros que pasan de los setecientos kilos. No llegarán a tanto, pues el mayor va a ser el cuarto, segundo de Curro Girón, que da en la báscula la friolera de 607 kilos. A este toro, que mató un par de caballos, le dieron la vuelta al ruedo ante la repulsa del aficionado, que vio en el toro más malas intenciones que bravura.
Pero la heroicidad de la tarde llegó con el quinto toro, berrendo en negro, con 593 kilos y de nombre Escobero. Le correspondió a Diego Puerta, que en su primero había estado simplemente bien. Y eso que lo recibió con dos escalofriantes largas de rodillas, fruto de cómo le hervía el radiador. Pero el toro llegó muy quedado a la muleta y el lucimiento no surgió. Un pinchazo y media estocada dieron paso a una ovación que recogió desde el tercio.
Claro que lo del quinto fue tremendo, pues tiempo hacía que el miedo no se aposentaba en los tendidos maestrantes como se aposentó ese sábado de Feria de 1960 ante la lucha que un torero imberbe y menudo de cuerpo le planteó a un toro que le cogió tres veces para matarlo. El público asustado no quería ni ver cómo aquel torerillo se intentaba agigantar ante ese Escobero que amenazaba con matarlo en cada embestida. Era una lucha desigual entre un hombre de pequeña estatura, pero con un corazón inmenso, algo similar a lo de David con Goliath.
Tras dos varas que Escobero tomó con mucha fiereza, en la segunda casi mata al caballo y Diego pidió el cambio. Quizá las ganas de triunfar a cualquier precio le llevaron a precipitarse. Le daba igual, brindó a la plaza, comenzó con unos redondos, cambió de mano y al tercer natural, Escobero se lo echó a los lomos por primera vez.
A partir de ahí, la plaza se convirtió en una sobredosis de histerismo porque la vida del torero corría un peligro cierto. Era una pelea muy desigual que ni Diego ni Escobero querían perder. Otra vez con la muleta en la diestra se va Diego al toro y otra vez que vuela por los aires la frágil figura de un torero que con voz de seise citaba al toro una y otra vez. Era como una repetición del duelo entre David y Goliath y cuando Diego monta la espada y se va tras ella, Escobero lo coge nuevamente en la que sería su última embestida. El toro rodó como una pelota y a Diego le concedieron una oreja a sangre y fuego.
Tanto significó ese toro de Miura en la vida de Diego Puerta que con el primer dinero del muchísimo que ganó se compró una finca en Los Palacios a la que le puso de nombre Escobero. Era la primera finca de un torero que iba a escribir páginas importantísimas en la Historia del Toreo del siglo XX. Cosido a cornadas, sin dejarse ganar la pelea por nadie gozó del respeto y admiración de los públicos de todo el orbe taurino. Un respeto y una admiración que empezó a fraguarse el sábado de Feria del año de 1960 y que duró hasta que en la madrugada del 30 de noviembre de 2011 nos dejó para siempre.