Antonio Lorca.- Contaba Luis Francisco Esplá en una entrevista radiofónica que un invierno se enclaustró con su cuadrilla en una finca para matar unos toros a puerta cerrada y preparar en equipo la inminente temporada.
Finalizado el retiro, decidieron celebrar una comida especial, para la que recibieron un obsequio del ganadero.
-Maestro, tengo mucho gusto en regalarles este hermoso pollo campero, para que se lo coman ustedes con arroz.
Esplá agradeció el detalle y se dirigió al tercero de la cuadrilla.
– Juan, mata tú el pollo, que estás más acostumbrado con la puntilla.
– Maestro, ¿tengo que ser yo? Que lo mate, José, el picador, que tiene gallinas en el corral de su casa.
– Yo, no. Nunca le he cortado el cuello a un pollo, matador. Hágalo usted que maneja mejor la espada.
Total, contaba el torero, que mientras el pollo asistía expectante, con la cresta erizada y un poco mosca, a tan sesuda discusión taurina, no hubo manera de decidir quién se encargaría de darle el pasaporte para la otra vida.
– ¿Y qué pasó al final?, inquirió el periodista.
– ¿Que qué pasó? Pues que dejamos libre al pollo y nos comimos un arroz a la cubana.
‘Entiendo el toreo como una caricia; como una armonía, una inspiración, una forma de expresar el sentimiento, como lo muestran el compositor con sus notas o el pintor con sus pinceles. Los toreros no somos matarifes; nuestro destino y nuestra voluntad es crear belleza’.
Así se expresaba Curro Romero el 5 de abril de 2008, en su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes Santa Isabel de Hungría de Sevilla.
Nunca, y son ya algunos años como aficionado a los toros, he sido testigo de un acto violento verbal o físico en una plaza de toros más allá de una cariñosa bronca de educados y dolidos aficionados hacia su ídolo. Nunca, hasta ahora, que ha renacido con fuerza inusitada una ola antitaurina que está descubriendo a un minoritario grupo de personas que dice defender la vida y los animales y, escudándose en el cobarde anonimato, mancha las redes sociales con mensajes rebosantes de odio y una extraña maldad que intimidan sobremanera ante la dolorosa certeza de que existen semejantes que desean la muerte de otros para defender -dicen ellos- la vida. Doloroso y penoso. ¿Quién en su sano juicio y digno de respeto puede desear la muerte de Rivera Ordóñez? Más vale ser, entonces, taurino bullanguero que antitaurino con tan mala sangre.
Lo normal, eso sí, es que existan personas, muchas personas, y algunos partidos políticos contrarios a los toros. Ha ocurrido siempre. Y tienen perfecto derecho a ello. Hasta Papas de la Iglesia y Reyes de la piel de toro hubo que los prohibieron, y han abundado y abundan intelectuales de toda condición y pensamiento que los han aborrecido y aborrecen. La polémica ha sido connatural a la fiesta de los toros. Pero ahí sigue…
¿Por qué vuelve ahora? Porque la fiesta está tocada del ala, con media estocada en las agujas, a la deriva y desnortada. Y el depredador acecha siempre a la presa más débil.
La crisis de valores ha alcanzado a la tauromaquia, fragmentada y muy desunida; carece de un líder carismático, y está abotargada de rutina, uniformidad y aburrimiento. Y lo realmente grave es que las figuras, los toros más comerciales y los empresarios más relevantes no son capaces de frenar la huida constante de espectadores.
La guinda la pone el Gobierno, que consigue que se apruebe una ley que no cumple, y prefiere que la fiesta se desangre con una irresponsable desidia. Inadmisible resulta, por ejemplo, que una actividad que es patrimonio cultural de este país no reciba más que migajas de la televisión pública.
Es decir, el modelo está agotado. Toda su estructura lo está. De nada valen las comparaciones con otras actividades culturales, ni toreros que se desmonteren en el paseíllo, ni desesperadas cartas al director ni lamentos diversos. La única solución está en las entrañas de la propia fiesta de los toros: o cambia o desaparecerá.
Pero la fiesta no se acabará por la campaña de los antitaurinos, tanto de los intransigentes que se sientan en los plenos municipales, como los pocos que se manifiestan junto a las plazas o los ilusos aguafiestas que se lanzan al ruedo con el torso desnudo; la tauromaquia, tal y como hoy la conocemos, desaparecerá el día que el público no pase por taquilla, cansado de aburrimiento o de presunto engaño y manipulación.
Por si fuera poco, la relación del ser humano con los animales ha cambiado radicalmente en las últimas décadas. Y mientras se celebraba una carrera de fondo en la que los animales ganaban protagonismo, se hacían nuestros amigos, y los considerábamos como miembros de nuestras propias familias, el toro, una obra perfecta de ingeniería genética, uno de los animales más bellos de la naturaleza, nacido para una creación artística, ha permanecido encerrado en el campo, aislado del mundo, en un coto secreto, y solo lo hemos mostrado en los veinte últimos minutos de su vida.
La fiesta de los toros ha estado fuera de este proceso imparable, y ha perdido, quizá de manera irremediable, la batalla de la comunicación con el mundo.
Varias generaciones de niños que han crecido disfrutando con animales de distintas especies y asumiendo como algo natural el papel cada uno de ellos, solo han conocido el toro por la imagen cruenta de la lidia en la plaza, y muchos son los que piensan que ese animal es la víctima de unos malvados torturadores que son los aficionados a la fiesta.
Así, a estas alturas, de poco sirven las apelaciones al derecho de las minorías y a la libertad, por muy fundamentadas que estén. Los aficionados a los toros estamos rodeados porque cada vez es más patente la destaurinización de la sociedad española.
Se cumplen ahora veinte años del estreno de la película Babe, el cerdito valiente, una historia enternecedora. Sus padres adoptivos, una pareja de perros ovejeros, le cuentan cómo funciona la granja. ‘Todos tenemos una misión’, le dicen; ‘la vaca sirve para dar leche; los perros, para ayudar al amo con las ovejas, y los cerdos no sirven para nada, y por eso los amos se los comen por Navidad. Así funciona el mundo, Babe’.
Este mensaje de la película australiana es el que parece que no se ha entendido: el toro sirve para la lidia en la plaza, para generar emoción y arte. Si no fuera así, no serviría para nada; nos lo comeríamos y desaparecería.
Sea como fuere, los aficionados a los toros no somos torturadores; yo, al menos, y perdonen la petulancia de la primera persona, no me considero parte de un grupo de crueles mortales enfermos de morbo; me repugnan la sangre, la tortura y el sufrimiento ajeno. Pero tengo la buena o mala suerte de pertenecer a una cultura en la que el toro es protagonista de un modo de entender la belleza. Y acepto que otros no lo entiendan así.
Lo que tengo muy claro, eso sí, es que ni Curro Romero ni la cuadrilla de Luis Francisco Esplá, con el maestro a la cabeza, son unos matarifes deleznables. Y, si no, que le pregunten al pollo…