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Andy Cartagena, durante su actuación en Madrid

Antonio Lorca.- Cuando un rejoneador de la edad de Diego Ventura puede presumir en su hoja de servicios de haber salido 11 veces por la puerta grande de Madrid —y pocos pañuelos le faltaron ayer para consumar la duodécima— una de dos, o es un caballero de marca mayor —que lo es— o es que el nivel de la exigencia se ha diluido como la gaseosa, que también. No es fácil disipar si la petición de oreja tras la muerte de su segundo toro fue o no mayoritaria, pero el presidente hizo bien en no concederla porque a un torero de su categoría, en plaza tan importante, hay que colocarle el listón a la altura de su categoría. Y, ciertamente, Diego Ventura, quizá porque no encontró en sus toros eficaces colaboradores, tuvo una actuación correcta, pero lejana de la calidad y espectacularidad de otras tardes.

No se va a descubrir a estas alturas la torería de su magnífica cuadra; espectacular ese caballo torero y valiente que se llama Nazarí, con el que obligó a embestir a su manso primero y templó con singular elegancia; o la serenidad y técnica de Oro, que juega materialmente con el toro en una inusitada expresión de dominio. Esperó al quinto en la puerta de chiqueros para avivar su embestida, pero no fue posible. Al igual que en el otro, le costó un mundo que se moviera. A pesar de las dificultades, quebró y templó con Chalana, y divirtió con el número circense y poco torero de Morante, empeñado en morder al toro. Pinchó antes de cobrar un rejón caído y el usía dictaminó que no se abriera la puerta grande. Y, en verdad, el buen nivel mostrado no alcanzó, ni mucho menos, la excepcionalidad de un premio tan especial.

Peor suerte corrió Andy Cartagena a pesar de que el rápido fallecimiento de su primero le puso en bandeja un trofeo para el que no hizo más mérito que su profesionalidad y constancia. El animal se reculó en tablas de salida, y solo el llamativo baile de Pericalvo, que el público acompañaba con las palmas al estilo de lo que sucede en las reuniones de atletismo para animar a los saltadores, fue capaz de levantar el alicaído ánimo del respetable. Peor, si cabe, resultó el cuarto que barbeaba las tablas y huía despavorido, y solo con la ayuda inestimable de Cuco consiguió templarlo. No pudo redondear su actuación, pues no le respondió Ríogrande en los quiebros, ni el toro se mostró decidido a colaborar. En fin, que el denodado interés del rejoneador no fue suficiente y el silencio fue desolador tras la muerte del cuarto.

Y confirmó la alternativa Luis Valdenebro, todo espectacularidad e ímpetu juvenil, que también jugó con la desventaja de la mansedumbre, y puso de relieve que, al menos por el momento, le interesa más el rejoneo bullanguero que el clasicismo del toreo a caballo. Lo importante es que los arpones y las banderillas queden clavados, pero el cómo es el de menos. Y clavó mal, siempre a toro y caballo pasados, lo que tampoco parece importar mucho al público, y corrobora que el nivel de exigencia de los tendidos, aun en la plaza de Madrid, se ha diluido como la gaseosa.

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