Antonio Lorca.– Después de todos los avatares históricos sufridos, parece claro que la fiesta de los toros no está en peligro de muerte, pero sí está sufriendo una profunda transformación. Casi pudiera decirse que se está gestando una nueva tauromaquia, empujada por un público nuevo, inculto, triunfalista y veleidoso, al abrigo de una hornada de figuras que parece decidida a romper de forma radical con el pasado y elaborar una nueva norma, menos arriesgada, más cómoda y ventajista, y más generosa.
Si Talavante no da ayer un mitin con el estoque en sus dos toros –dio la impresión de tener los papeles perdidos– hoy estaríamos hablando de una puerta grande clamorosa.
Ciertamente, es un torero imaginativo, inspirado y sorprendente; conecta de maravilla con el tendido y enloquece a la masa con detalles inesperados y alardes de valor. Y esa gracia que posee la expone en su toreo, como ocurrió ante su primero, al que inició la faena de muleta con dos tandas de naturales hondos y bellos, acelerados también, y, por tanto, sin tiempo material para degustarlos. Y lo que parecía que podía acabar en un faenón, ahí se detuvo. Se acogió a la modernidad del toreo en línea recta y se rompió la ilusión.
Llamativo fue el comienzo con la muleta ante el quinto. De rodillas, con muletazos por alto, puso a la gente en pie, y cuando citó a su oponente con la muleta a la espalda (arrucina) y el toro casi lo atropella, aquello ya fue el acabose. Una vez enhiesto, el asunto cambió de color. Apareció el toreo ventajista y los enganches, pero el público parecía estar asistiendo a una obra maestra cuando dio un circular y unas ajustadas manoletinas.
El mismo caso es el de Daniel Luque, a quien no se le puede poner un pero por la soltura y suavidad con la que manejó el capote toda la tarde, pero muleta en mano es un hijo de su época, acompaña muy bien las embestidas del toro, pero se pueden contar con los dedos de una mano los muletazos a los que imprime el mando necesario. Recibió a su primero por estatuarios y, al segundo, sufrió una espeluznante voltereta de la que salió ileso de puro milagro. Los espectadores lo acogieron con desmedido cariño para mitigar el dolor de sus entrañas, y casi se lo comen cuando ejecutó unas vistosas y huecas luquesinas, pero una oreja tras una estocada caída y dos descabellos parece un premio excesivo. Volvió a las andadas con el sexto y, a pesar de su disposición, no alcanzó el vuelo exigido.
Y Finito mostró esa fría elegancia innata que le persigue; hizo muchas probaturas sin éxito, se enfadó con parte del público que le recriminó que diera pases anodinos a su borracho primero, y se acercó sonriente a cambiar la espada en el quinto, como si estuviera satisfecho después de una labor incolora.
¿En qué consiste la transformación? Aquí ya no se cruza nadie; eso es cosa de viejos; nadie torea en redondo, algo antiguo. Esa nueva tauromaquia que enloquece al público de ahora está vacía de contenido. Pero, cuidado, los espectadores ocasionales son inconstantes. La tauromaquia no morirá, pero a este paso se puede quedar sola.
Toros de Juan Pedro Domec -el sexto devuelto y sustituido por un sobrero de Parladé-, correctos de presentación, cumplidores en los caballos, nobles, blandos y descastados.
Finito de Córdoba: -aviso- estocada tendida y dos descabellos (ovación); pinchazo. Estocada trasera y caída y dos descabellos (silencio).
Alejandro Talavante: cuatro pinchazos y estocada (palmas); dos pinchazos, estocada -aviso- (vuelta al ruedo):
Daniel Luque: estocada caída -aviso- y dos descabellos (oreja); pinchazo -aviso- y estocada caída (ovación).
Plaza de las Ventas. 29 de mayo. Vigésimo segunda corrida de la feria de San Isidro. Lleno ‘no hay billetes’.