Antonio Lorca.– Diego Urdiales y Manuel Escribano son dos héroes porque supieron espantar los miedos y jugarse la vida sin cuento; uno, con aroma de cara torería, y el otro, torero de raza, elevaron a las alturas la lidia épica de toros complicados, desparramaron emociones y pusieron los vellos de punta a unos tendidos que los tenían marchitos de tantas tardes de pesado aburrimiento.
La corrida tocaba a su fin, el sexto en la arena, Escribano se dispone a clavar el tercer par de banderillas; cita muy en corto, el toro arranca con extrema velocidad, casi lo atropella y con los astifinos pitones logra arrancarle los hilos de la chaquetilla antes de que el torero, apuradísimo, pudiera gana el burladero. Y, en ese momento, se transfigura en héroe. En lugar de tomar aire en un instante salvador, toma los palos de nuevo, pide permiso y, entre el arrebato de la plaza, sorprendida por reacción tan gallarda, se luce con un magnífico cuarto par asomándose literalmente al balcón. Vamos, que el miedo le duró a Escribano lo que tardó en coger los garapullos.
El primero de la tarde, al que Urdiales recibió con un par de verónicas de cartel, miraba al torero y le hacía una radiografía de cuerpo entero. No se le escuchó hablar al toro, pero con la cara lo decía todo. Le había enjaretado el torero un par de derechazos al comienzo de faena, hasta que el animal se orientó y se mostró dispuesto a hacerse el amo de la situación. Pero Urdiales atornilló las zapatillas, tomó conciencia del trascendental momento que estaba viviendo y plantó cara con una valentía incuestionable, y aguantó lo que parecía imposible, citando al pitón contrario, muy cruzado, y así dibujó pases sueltos de un mérito extraordinario. Palpitaba de tensión la plaza, se masticaba la voltereta, pero fueron surgiendo un natural larguísimo, una preciosa trincherilla, un remate con la izquierda y, al final, una explosión jubilosa cuando quedó sentenciado que el valor y la prestancia habían ganado a las supuestas aviesas intenciones del toro. No apreció la plaza en toda su dimensión la gesta de Urdiales, que protagonizó instantes de inmensa torería que no culminó con la espada.
No fue ese el caso de Escribano, quien, muleta en mano, y a pesar del escaso recorrido del sexto, consiguió embeberlo en la muleta y lo toreó muy bien por naturales en dos tandas, una de ellas de frente y a pies juntos que supieron a gloria. Con todo merecimiento paseó una oreja de mucho peso, y sale de la feria con todas las bendiciones porque supo espantar el miedo y erigirse en un torero de los pies a la cabeza.
Poco más dieron de sí los toros de Adolfo Martín, mansos y deslucidos, con peligro sordo y del otro, que supusieron una dura prueba para Castella, quien se justificó con un lote reservón, aplomado y escasas condiciones. Urdiales no acabó de entender al noble y soso cuarto, al que esperó en demasía, y Escribano banderilleó muy bien y despachó con rapidez al marrajo tercero.
Toros de Adolfo Martín, correctos de presentación, blandos, mansos y deslucidos; encastado el sexto.
Diego Urdiales: media tendida y dos descabellos (gran ovación); estocada —aviso— (ovación).
Sebastián Castella: pinchazo y estocada trasera (silencio); pinchazo y media —aviso— (silencio).
Manuel Escribano: cuatro pinchazos y estocada (silencio); estocada tendida (oreja).
Plaza de las Ventas. 4 de junio. Vigesimoctava corrida de la feria de San Isidro. Lleno de ‘no hay billetes’.