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El sexto coge al banderillero Manolo Rubio

Antonio Lorca.- El verdadero título sería Murieron con las bocas cerradas,pero es menos llamativo, aunque sea más cierto. Así eran de duros los toros de Victorino. Pero abandonaron este mundo con las botas puestas —el hocico apretado— de su mal genio reconcentrado, su pésima clase, su casta bronca y áspera, y su guasa desabrida. Fue una corrida ingrata y para el olvido, aunque siempre estará en la memoria de Manolo Rubio, el tercero de la cuadrilla de Antonio Ferrera, que sufrió una violentísima cogida cuando se disponía a apuntillar al quinto. El toro, muy agresivo y peligroso, estaba ya echado en el suelo, pero alargó el cuello, sorprendió al torero, lo levantó a pulso, lo zarandeó en el aire y lo estrelló contra la arena, donde quedó conmocionado.

Guapa corrida de toros que lucieron hechuras muy serias y astifinos pitones, y mintieron en los caballos, a los que acudieron con prontitud y casi todos salieron sueltos después de hacer sonar los estribos con airados cabezazos; toros que no se emplearon en banderillas y llegaron al tercio final con un cúmulo de defectos; desde los descastados primero y cuarto, a la postre, el lote más propicio de la tarde, a la falta absoluta de clase del segundo, el peligro evidente del tercero y el sexto y la agresividad del quinto. En suma, una corrida de otra época, para doblarse por bajo con ella, machetearla y matarla con la rapidez que impone la defensa de la vida propia.

Curiosa y extraña fue, sin embargo, la reacción del público. Es notorio que las personas que acuden actualmente a una plaza no se caracterizan, precisamente, por su conocimiento del medio. Así, el público suele ser voluble, sentimentaloide, bullanguero y jaranero. Pero cualquiera pudiera pensar que Madrid es Madrid, y aquí el que no es licenciado es doctor en ciencias taurómacas. ¡Anda ya…! El público que acudió ayer a Las Ventas aplaudió a todos los toros en el arrastre, y seguro que pasarán años sin que se conozca el motivo; y pitaron a picadores que no hicieron correctamente su labor a causa de una pésima lidia de los de a pie; jalearon las oleadas de los mansos, y censuraron a Ferrera y Aguilar cuando abreviaron con dignidad ante la imposible faena de sus toros. En fin, que entre los toros y el público, vaya tardecita…

Pero hubo más. Dicho queda que la corrida fue mala y pesó mucho en el ánimo de los toreros. Vaya en su descargo que entre esta y cualquiera de procedencia Domecq media un abismo. Pero al que, meritoriamente, se anuncia con los victorinos hay que suponerle un mínimo de actitud. Esa es, justamente, la que, por ejemplo, no se le vio a Uceda Leal. Hay que estar siempre en torero, solvente, suelto, dispuesto; no se pueden dar pases como el que pone ladrillos mientras comenta con el compañero la comunión de su Jenifer. Uceda parecía un sonámbulo, y es, nada más y nada menos, que un torero.

Y a Ferrera y Aguilar (este, por cierto, pasó a la enfermería por una herida en la región gemelar y un puntazo en la mano derecha de pronóstico leve) solo se les puede poner un pero. El primero, sobrado toda la tarde, incluidos sus anodinos pares de banderillas, se justificó ante el complicado segundo y se asustó a la hora de matar al quinto, el de la cornada a Rubio. Y Aguilar se dejó ganar la partida por el dificultoso tercero, y dio un mitin con la espada ante el sexto. Y todo porque apuntaba al morrillo del toro y se iba para Cuenca, y, claro, así dio hasta siete pinchazos. En fin, que una tarde tan plúmbea cuando se llevan veintinueve festejos es una penitencia excesiva para los pocos aficionados que en lugar de aplaudir como cosacos se aburrieron como una ostra.

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