Antonio Lorca.– A pesar de la nobleza del cuarto de la tarde, con el que se fajó valeroso Rafaelillo en una faena emotiva, con un par de destellos fulgurantes, y que acabó en un llanto desconsolado del torero, la corrida de Miura fue una decepción absoluta. Y no por mansa y desclasada, la cara por las nubes y un comportamiento incierto, que ya son divisas habituales en este hierro, sino por inválida.
La lidia del primero transcurrió entre las airadas y justificadas protestas del respetable ante un toro que salió del caballo —donde, por cierto, no le hicieron sangre ni para un análisis— completamente borracho, noqueado, lisiado y moribundo. El tercio de banderillas fue una vergüenza, entre los infructuosos intentos del animal por mantener la verticalidad, la terquedad del presidente y la algarabía de los tendidos, que no alcanzaban a entender cómo ese animal se mantenía en el ruedo; pero, ya se sabe que, a veces, los presidentes adoptan decisiones que la razón no entiende. Total, una bronca monumental, gritos de “¡fuera del palco!”, pero como el que manda, manda, el toro murió en el ruedo de la mano de Rafaelillo, y ahí se acabó la historia.
El resto de la corrida siguió la misma tónica, tambaleándose como el que viene cargado de manzanilla de la feria, muy descastada y sin que ofreciera la más mínima opción de lucimiento.
Pero salió el cuarto y se encontró con un torero que venía con una extraordinaria disposición para el triunfo. Era un toro enorme que quiso saltar al callejón en cuanto atisbó el burladero de los fotógrafos; un instante antes, Rafaelillo lo había recibido con una larga cambiada de rodillas en el tercio, muy jaleada. Manseó en varas y en banderillas, pero llegó a la muleta con nobleza tontorrona, condición captada por el torero, quien brindó al público y clavó las rodillas en la arena para recibirlo con pases por alto. El toro iba y venía con escasísima fortaleza, pero el torero aprovechó la única oportunidad que le ofreció la feria para desplegar su particular tauromaquia, basada en el valor sin cuento, la figura despegada, el cuerpo retorcido y las utilidades propias de quien se enfrenta cada tarde a toros que no son artistas. En fin, que a base de pundonor, tiró de la embestida y consiguió muletazos muy estimables con la mano derecha y cerró una tanda con un cambio de manos que le salió de dulce. Tomó la zurda y se gustó de verdad en un natural muy hermoso, y mientras el público vibraba de emoción, Rafaelillo se venía arriba y acabó con un vistoso desplante de rodillas. Siguió con la izquierda, de frente, muy cruzado y con el toro ya quedado, pero aún tuvo tiempo de tirar la muleta y el estoque simulado y adornarse apoyando la mano en la testuz del toro. Al perfilarse para matar tenía la oreja en el bolsillo, pero falló hasta dos veces antes de cobrar una estocada y el premio quedó reducido a una gran ovación.
Cuando salió a saludar, Rafaelillo estaba hecho un mar de lágrimas, lo que conmovió a la plaza, que le obligó a dar una emotiva vuelta al ruedo, tras la cual seguía llorando. Quizá, muchas cosas dependieran de esa oreja.
Nada de interés queda para el recuerdo de la labor de Castaño ante dos toros desclasados; Marco Galán, integrante de su cuadrilla, fue corneado por el quinto en banderillas y le produjo una herida en el escroto y un puntazo corrido en la pierna izquierda.
Marín se encontró con un inválido primero y otro soso y noblote, al que le dio trapazos destemplados, sin ajuste ni gusto. Y lo pitaron. Normal…
Así acabó la Feria de San Isidro. Después de 31 días, todos merecíamos otro final.
Toros de Miura, bien presentados, mansos, inválidos y desclasados; noble el cuarto.
Rafaelillo: pinchazo y media baja (silencio); dos pinchazos —aviso— y estocada (vuelta).
Javier Castaño: pinchazo, estocada, un descabello —aviso— y el toro se echa (silencio); dos pinchazos y un descabello (silencio).
Serafín Marín: dos pinchazos y media atravesada y baja (silencio); dos pinchazos —aviso— pinchazo, bajonazo y dos descabellos (pitos).
Plaza de Las Ventas. 7 de junio. Trigesimoprimera y última corrida de la Feria de San Isidro. Lleno.