Antonio Lorca.- El público de Las Ventas, entusiasmado con la faena vibrante, temperamental y arrebatadora de Fandiño al bravo y encastado toro quinto de la tarde, se quedó de piedra cuando el torero tiró la muleta y se perfiló para matar sin defensa alguna a metro y medio de dos perchas astifinas que asustaban desde el tendido. “Está loco”, pensó la plaza entera. Y Fandiño, entre el silencio ensordecedor de la tensión extrema, se tiró materialmente sobre el morrillo del animal, que lo encunó entre los pitones, lo lanzó hacia el cielo hasta dar una vuelta de campana completa antes de estrellarse contra la arena. El torero se levantó movido por un resorte para comprobar, feliz, que la espada estaba enterrada en todo lo alto. Y los tendidos, de forma unánime, estallaron en un grito emocionado, expulsado del alma, incapaz a estas alturas de aguantar tanta turbación. ¡Maravillosa locura…!
Hacía tiempo que no se vivía un momento tan arrebatador como el que protagonizó Iván Fandiño, que expuso la vida de verdad, y apostó sin dudarlo entre la puerta grande o la enfermería. Solo una inmensa suerte impidió que los pitones hicieran carne, la misma que le faltó para que el toro cayera con rapidez, lo que hubiera supuesto el premio incontestable de las dos orejas. Sea como fuere, Fandiño fue ayer un auténtico héroe, un loco —para hacer lo que hizo no se puede estar muy cuerdo— y un torerazo de los pies a la cabeza.
Pero antes de esa conmoción general, el torero había hecho gala de su extraordinaria disposición, y había toreado con pureza y mando a un toro encastado y fiero que exigía un diestro muy bien plantado y con las ideas muy claras. La locura, entonces, fue inteligencia verdadera, valor sin cuento y entrega sin límites. Comenzó la faena de muleta con dos pases cambiados por la espada muy ceñidos que cerró con un vistoso pase del desprecio. Tomó la mano zurda y con ella dibujó cuatro tandas de naturales largos, profundos, emotivos y magníficamente abrochados con el de pecho. Dos más del mismo tenor con la derecha, y el toro que seguía queriéndose comer la muleta en cada cite. Y cuando Las Ventas rugía entusiasmada, va Fandiño y tira la muleta. “Este tío está loco…”. Claro que sí, enfermo de una maravillosa locura.
Pero el discurso magistral de Fandiño había comenzado en su primero, un manso encastado, fiero y áspero, al que le aguantó lo inaguantable en tres tandas con la derecha, siempre citando de lejos, y viendo venir una mole enrazada a la que consiguió doblegar con mando y quietud. Siguió por naturales y sorteó las embestidas cabeceantes y violentas del toro en una labor arriesgada, presidida por el valor seco, el oficio y la seguridad. No hubo clímax, pero se le reconoció su decidida actitud para el triunfo.
Un problema de actitud; esa fue, quizá, la contrariedad que mostró El Cid toda la tarde: que llegó con pocas ganas, con el ánimo bajo, vencido, con la imagen de la derrota en el semblante. Quizá, no, pero ese fue el mensaje que el torero transmitió a los tendidos. No se acopló a la verónica con su noble primero, y no se sintió seguro con la muleta en las manos, muy despegado, siempre ayudándose con el estoque simulado, y unas prisas extrañas por salir del terreno del toro. A Manuel Jesús le pudo la impotencia. Y otro tanto le sucedió ante el cuarto, más áspero y bronco que el otro, con el que se mostró desconfiado en exceso. Ya lo dijo alguien: quizá, no volvamos a ver nunca más a El Cid glorioso de otra época.
Y Ángel Teruel es torero frágil, fino, elegante y poco placeado. Torero de detalles, que los tuvo. No se enfadó, y dejó aislados destellos de clase, algún dibujo al natural y la sensación de que así nunca romperá. La verdad es que tampoco le ayudó la explosión arrebatadora de un loco maravilloso.