Antonio Lorca.- La corrida de La Palmosilla dejó claro que es hija de su época y se cayó entera. Enfermos del virus de la manifiesta invalidez, todos y cada uno de los toros presentes ofrecieron la deleznable imagen de la carne fofa y cadavérica que parece mirar con ojos de angustia ante su incapacidad para el movimiento.
Pero a todo se acostumbra el respetable. Se han caído tantos, y la ausencia de fuerzas es una realidad tan patente que nadie se sorprende. Y eso debe ser grave porque las caídas se consideran ya como algo consustancial al toro bravo.
¿Qué es lo que pasa? Un buen aficionado, veterano y avezado, llama la atención sobre un curioso detalle: los toros de La Palmosilla salieron al ruedo con el trasero sucio, como si hubieran padecido una reciente diarrea en los corrales. ¿Dónde está la curiosidad? Pues que los ocho cabestros que pisaron el ruedo hasta tres veces lucieron traseros impolutos, como recién salidos del baño. Y algo más: el único toro que empujó en el caballo, el tercer sobrero, de La Rosaleda, también también mostró el suyo limpio y perfumado.
Que no es esta teoría alguna sobre la flojera de los toros, pero llama la atención la suciedad de unos y la limpieza de otros. ¿Pero no se supone que comen el mismo pienso y la misma paja en los corrales? O se podría deslizar la pregunta del millón: ¿qué comieron los toros de La Palmosilla? ¿Habrá alguna relación entre los traseros mugrientos y las caídas? De momento, los cabestros corrieron poco menos que sus parientes y allá que se marcharon tan alegres y corretones a su guarida. Y una obviedad: una diarrea gorda te deja el cuerpo molido y hecho polvo. Quede, al menos, la sospecha de que la suciedad puede ser síntoma de algo, y no bueno. Misterio…
Por cierto, el reloj de la plaza marcaba las diez menos cinco de la noche cuando arrastraron al sexto de la tarde. Un festejo más largo que ‘Lo que el viento se llevó’, y no pasó nada. Hace falta tener afición y un sentido sacrificado de la existencia para soportar semejante tostón.
Solo Joselito Adame tuvo una mínima oportunidad de lucimiento con su primero, el sobrero de Torrealta, un tipo grandullón, de casi seis años, manso, noblón y con poca clase, al que el mexicano le hizo una faena larga e irregular en la que destacaron los pases de pecho y la decisión del torero. Al final se dio un arrimón, cobró una buena estocada, y parte del público pidió la oreja que el presidente, acertadamente, no concedió. Comenzó con templanza su labor al flojucho sexto, logró algún momento de interés y todo lo destrozó con un pésimo manejo del descabello.
El resto de la corrida fue una lucha interminable y vacía contra los elementos. Padilla, por ejemplo, no tuvo oponentes para el triunfo, pero su actitud fue excesivamente acomodaticia. Aseado, sin chispa y perfilero siempre, aburrió con su primero, y se sintió impotente ante el áspero cuarto. Lo mejor, quizá, sus brindis. El primero a su amigo Adolfo Suárez Illana, presente en el callejón de la plaza, que recibió una cerrada ovación de cariño y ánimo por parte del publico; y el segundo, a la Infanta Elena, situada en una barrera.
Y Manuel Escribano nunca pudo soñar con tanto estropicio el día de su confirmación. Recibió a sus toros de rodillas en los medios, como ya es habitual en este torero, esbozó verónicas de calidad, sobre todo en el quinto, y puso banderillas con su acostumbrada voluntad y sin más brillo que en el par que inicia sentado en el estribo y lo coloca tras un quiebro por dentro. Todo lo demás fue un quiero y no puedo. Intentó ponerse bonito ante su primero, una masa informe de carne tullida, pero la fealdad del cuadro resultante lo emborronó todo. Y cuando tomó la muleta en su segundo, los ánimos no estaban para aguantar a un torero insistente ante un toro inservible.
El aficionado veterano y avezado se marchó cavilando sobre los traseros sucios de los toros y limpios de los cabestros. Los demás huyeron presos de desesperación.