Ponce_15-5-14

Ponce brinda a Vargas Lloosa

Antonio Lorca.- Cuando los clarines y timbales anunciaron el último tercio del cuarto de la tarde, Enrique Ponce ya tenía la montera calada, plegada la muleta y el estoque simulado en las manos. Las notas postreras las escuchó cruzando las rayas, pues con paso firme se dirigió al centro del anillo. Allí, parsimonioso y elegante, brindó a la concurrencia el que puede ser el último toro que lidie en Madrid. Así lo entendió la plaza entera, que lo había tratado con respeto y cariño desde el inicio del festejo. De hecho, una vez despejado el paseíllo, una cerrada ovación le obligó a salir al tercio a saludar; un gesto, el de la afición, que sonaba a bienvenida tras cinco años alejado de Madrid y a un adiós más que previsible.

La montera cayó bocabajo, como debe ser, y Ponce se acercó a los terrenos del tendido 7, donde abundan sus más duros críticos, y allí comenzó algo más que una faena. Un compromiso, quizá; una reafirmación, tal vez… Por bajo, primero, fino e inspirado, y con la mano derecha, después, y en todo momento acompañado por el calor de los tendidos. No acabaron de florecer las dos primeras tandas, ligadas, pero despegadas; un cambio a la zurda, y el toro no acaba de ayudar. Derrota, engancha la franela y desluce. Un par de redondos desmayados y otra vez la muleta por los aires; muletazos a pies juntos; después, ayudados por bajo, y la sensación de que la esperanza se había desvanecido. Un pinchazo —un lamento profundo del torero—, una estocada, un aviso, tres descabellos… ¡Horror…! No era ese el guion previsto por Ponce, pero tampoco era el toro ideal para una despedida triunfal. Hizo un gran esfuerzo, pasó el torero un mal rato, su cara de disgusto hablaba por sí sola…

Más noble y con mejor clase se comportó su primero, que brindó al escritor Mario Vargas Llosa, presente en un burladero del callejón. Estaba noqueado el animal; se había despanzurrado debajo del caballo y mordía el polvo en cuanto le bajaba el engaño. El torero, habilidoso siempre, se adornó con gusto, y mostró sus pecados habituales: le cuesta cruzarse y procura desviar la embestida siempre hacia fuera.

No fue la corrida soñada, pero la ovación final supo a justo reconocimiento a una figura que, al margen de los gustos personales, se ha labrado un puesto relevante en la historia del toreo.

Junto al veterano maestro se presentaba David Galán, un joven talludito —ha cumplido los 29 años y es matador desde 2005—, hijo del recordado torero Antonio José Galán, que, por esas carambolas inexplicables de la vida, se encontró con una confirmación de lujo. Y la verdad es que no decepcionó. Se le suponía inexperto —no se vistió de luces en 2013— y bullanguero —esa fue su bandera como novillero—, pero se encontró con el mejor lote de la tarde, un par de toros que eran pura dulzura en su repetidora embestida, y el muchacho, haciendo gala de encomiable serenidad y buen gusto, sacó lo mejor de sí mismo. Estuvo a la altura de su primero, que desbordaba ritmo y buen son; lo veroniqueó con garbo, y lo muleteó con templanza y hondura. Una pena que el animal tuviera una vida muy corta, pero ahí quedó la mejor carta de presentación del torero. Gemelo parecía el sexto, al que citó de lejos en dos tandas de redondos abrochados, la primera, con un elegante cambio de manos, y una trincherilla el segundo. Cuando se atisbaba faena, el toro se paró y hasta ahí duró el sueño de este chaval que tratará de utilizar el buen sabor esparcido en San Isidro para salir a flote.

Mientras tanto, Castella parece estar viviendo un particular naufragio. Atraviesa una mala racha, no le sale nada, da muchos pases entre el silencio de la concurrencia, prueba evidente de que algo no funciona. No dijo nada ante su birrioso y noble primero, muy protestado, y acompañó la embestida y aburrió sobremanera en el otro. Otra vez, ya ocurrió en Sevilla, sobresalió su cuadrilla: Ambel y Herrera con los palos, y Chacón con el capote.