Gastón Ramírez Cuevas.- Poca gente con cartel poco atractivo y atraco a José María Luévano con premio generoso para El Capea.

Toros: Seis de La Punta, de aceptable presencia, sacudidos de carnes pero con pitones. El primero tuvo peligro. El segundo se dejó bastante al igual que el cuarto, que fue ovacionado en el arrastre. El quinto ofreció bastantes posibilidades de triunfo. El peor lote fue para el tercer espada: el tercero desparramaba la vista y el sexto fue un toro soso sin raza alguna.
Toreros: José María Luévano, excelente estocada en el que abrió plaza: vuelta al ruedo con división tras petición de oreja. Al cuarto lo mató de pinchazo y estocada caída: silencio.
Pedro Gutiérrez “El Capea”, entera baja en el segundo de la tarde para cortar una oreja inmerecida. Al quinto lo mató de un espadazo casi entero a la media vuelta: silencio.
Juan Chávez, entera trasera en el tercero: ovación casi en los medios. Al sexto le recetó un chalecazo que asomó por el costillar del bicho, mismo que se echó –no dobló- y fue apuntillado: silencio.

Domingo 7 de febrero del 2010
Décimo quinta corrida de la temporada de la Plaza de toros México.

No deben haber pasado de tres mil las personas que acudieron a ver uno de los carteles menos atractivos de la temporada, del que sólo podían rescatarse la presencia de Luévano, un torero a carta cabal, y el encierro de los hermanos Vaca Elguero, que tenía cara y hechuras.

El primer toro de La Punta (nada que ver –salvo el nombre y el fierro- con la sangre brava que tuvo una época gloriosa en el México de los cuarentas) saltó al callejón, sembró el pánico y quedó bastante estropeado. José María Luévano, torero de Aguascalientes, interpretó una faena riñonuda ante un toro que desarrolló sentido y tenía mucho peligro. Echando mano de los recursos y el valor, Luévano logró muletazos de muy buen trazo. Pero ya avanzada la faena, el toro le cazó y le zarandeó de fea manera haciéndole trizas la taleguilla. Nuevamente la Divina Providencia debe haber estado atenta al quite, pues la cosa no pasó de un susto atroz. Engallado, el torero hidrocálido volvió a la cara del toro para pisarle los terrenos y dominarlo con más pases de gran mérito.

Se fue tras el acero como un león y tumbó al toro de forma espectacular. El juez Delgado fingió no percatarse de los muchos pañuelos (bueno, recuerde que sólo había entre dos mil quinientas y tres mil almas en el coso) que afloraron para pedir la merecidísima oreja. El público sensato aplaudió a José María en la vuelta al ruedo, mientras en los tendidos de sol un sospechoso grupo de reventadores comenzó su labor de zapa contra el primer espada.

Al segundo de su lote, Luévano lo recibió con una media larga cambiada de hinojos y en el último tercio logró grandes derechazos, largos y profundos. El toro fue el más emotivo del encierro, pero no por eso era tonto, había que embarcarlo muy adelante y no perderle pasos. Los reventadores tomaron partido por el toro y deslucieron la labor de Luévano. Quizá el torero debía haber porfiado más por el pitón derecho y ligar tandas de cinco o siete pases, pero se dice fácil.

La actuación del vástago del Niño de la Capea fue bastante deficiente. Pedrito volvió a acusar un absoluto desconocimiento de la geometría y la proporción en el toreo. Al segundo de la tarde, un burel muy potable, lo ahogó, toreando continuamente fuera de cacho. No estuvo mal, pero tampoco bien, y su toreo carece de sabor y elegancia. No sé si me explique… Y eso que el toro era para hacerle fiestas en serio.

Después de algunos desplantes absurdos, liquidó a su colaborador de un feo semi-bajonazo. La autoridad sacó el pañuelo de manera vertiginosa: había que premiar de manera munificente a uno de los consentidos no del público sino de las fuerzas oscuras del mundillo. Con el quinto, Pedro Gutiérrez dejó al juez Eduardo Delgado sin oportunidad de obsequiarle otro apéndice. ¿Por qué? Pues porque el toro traía un sombrero de charro y el pitón izquierdo era una gran estilete florentino. Sin embargo, el de la Punta se dejaba, y bastante. Pero había que arrimarse y no es para tanto. Todavía no sé si lo mató a la media vuelta, a paso de banderillas o cuarteando en lontananza y eso que el pitón aparatoso, no el que había que librar a la hora de la verdad, era el zocato.

Juan Chávez ha mejorado ostensiblemente. En el tercero, un toro distraído y medio manso, Juanito estuvo paciente y entregado, centrado y torero, cosechando una buena carretada de aplausos casi en el centro del redondel. Su segundo fue un toro soso que nunca humilló, el verdadero lunar del encierro. El diestro de Michoacán estuvo voluntarioso pero emborronó su labor con una estocada que atravesó al burel asomando descaradamente por entre las costillas.