Gastón Ramírez Cuevas.- El novillero de Espartinas Javier Jiménez tuvo un afortunado debut en la Monumental de México al cortar una oreja de su primer astado.

Domingo 8 de agosto
Séptima novillada de la temporada de la Plaza de Toros México
Novillos: Ocho de Los Encinos, bien presentados y dejándose, salvo el octavo que fue una prenda. El primero y el quinto fueron aplaudidos al sacarlos las mulillas del coso, y al cuarto le dieron arrastre lento.
Novilleros: Daniel Martín, al primero de la tarde lo despachó de casi entera baja y escuchó leves palmas. Al quinto lo mató de entera tendida, descabello y aviso, para oír pitos benévolos.
Salvador López, pinchazos y descabellos variados en sus dos enemigos, pitos en ambos. Aviso en el segundo de la tarde.
Alejandro Corona, entera baja en el tercero, y pinchazo y descabellos en el séptimo. Respetuoso silencio en ambos.
Javier Jiménez: Estocada en lo alto para cortar una oreja merecidísima en el cuarto. Al octavo lo mató de dos pinchazos y le tributaron leves palmas.

Hay veces en que el aficionado puede rápidamente constatar quién –de los actuantes- es torero y quién no. El muchacho de Espartinas, el sevillano Jiménez, es un torero por varias razones: tiene sitio, arte y valor, punto.

Con el cuarto de la tarde, un animal noble y casi bravo, pero débil, en medio de la borrasca y el lodazal, el novillero andaluz se entregó y toreó de verdad. Consintiendo mucho al de Los Encinos consiguió naturales perfectos. El trazo, la manera de acompañar y el mandar para no dar pasitos, fueron un buen compendio de torería. Se fue tras la espada como mandan los cánones y demostró a sus compañeros que la suerte suprema sigue siendo la llave para que el juez de plaza suelte el pañuelo blanco.
A ese, su primer novillo, le toreó con clase y temple, tanto con el percal como con la sarga. Hubo inclusive un quite por chicuelinas antiguas que le puso a la gente en bandeja.

La diosa fortuna le volteó la espalda en el que cerró plaza. Fue el más escuálido pero el más complicado del encierro. La cabeza del cornúpeta era una devanadora y jamás se entregó. No obstante, la firmeza y el pundonor de Javier fueron reconocidos por los muchas veces xenófobos (pero esperanzados) asistentes al coso máximo.
Si en una tarde de lluvia pertinaz y tendidos casi vacíos, un joven coleta peninsular le da una alegría grande a los ensopados parroquianos, entonces sólo nos queda desear ver a dicho torero en condiciones mejores, para ver el triunfo grande.

Y la pregunta: ¿qué hicieron los otros tres novilleros? Nada o muy poco, según lo quiera usted contar.
Ante bichos potables y que ofrecían ciertas posibilidades de triunfo, Martín, López y Corona estuvieron voluntariosos –el peor adjetivo que se le puede aplicar a un torero- y aperreados por los pupilos del ganadero Martínez Urquidi.

El salmantino Martín no entendió ni de distancias ni de ajustes. Voces sonoras salían de su garganta, pero el palillo mal cogido y el levantar la muleta a medio pase dieron al traste con su esforzada labor.

Salvador López gritó y se embarulló en un toreo de exposición abstracta. Es decir, llevaba la pata buena adelante del engaño y sólo se salvó de la cornada porque los novillos que sorteó lo perdonaron.

Corona hizo todo lo que sabe, plantó las zapatillas y porfió, pero las palabras poder y mandar deben ser algo así como arameo o sánscrito para él: idiomas desconocidos.

Aquí, en el mundo taurino mexicano que se desvanece sin figuras, la única inyección de vitaminas la pone un adolescente vestido como un príncipe –machos de oro en las hombreras, sin cabitos blancos, como los de don Curro Romero- que demuestra al respetable que quiere ser un héroe y un artista. Lo demás, Rafael de Paula dixit, son pamplinas. Hoy, Javier Jiménez nos hizo soñar.

Fotos: Genaro Berumen

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