Gastón Ramírez Cuevas.-   Domingo 15 de enero del 2012.  Décimo primera corrida de la temporada de la Plaza de toros México. Toros: Seis de Arroyo Zarco, terciados, relativamente bien presentados, aunque débiles. El tercero y el quinto fueron aplaudidos en el arrastre porque tenían casta y se dejaron torear. Hubo un cuarto bis, de La Punta, un novillote manso.
Toreros: Rafael Ortega, le cortó una oreja a su primero, al que mató de entera: división durante la vuelta al ruedo. En el cuarto bis salió al tercio después de casi entera desprendida perdiendo el engaño.
Fernando Ochoa, al tercero de la tarde lo despachó de un metisaca nada poncianesco, dos pinchazos y entera baja: aviso, palmas al toro y silbatina al torero. Al quinto lo mató de fatal pinchazo y entera: lo mismo, aplausos al burel y pitos al coleta.
Angelino de Arriaga confirmó la alternativa. En el que abrió plaza, pinchazo y buena entera: al tercio. En el sexto, otro pinchazo y otra entera: silencio.

Don Enrique Guarner, cronista taurino añorado por muchos y execrado por otros, hubiera titulado su crónica más o menos así: “Ortega pueblea, Ochoa petardea y Angelino pelea.” Poco más habría que decir, pero si ya nos soplamos tres horas largas de festejo, un diluvio universal y un frío digno de Amundsen, algo tendremos que escribir.

El aficionado capitalino es católico y mártir, pues soporta todo, contrito y sufridor; hasta carteles sin mayores lujos, y condiciones climáticas que no aguantarían ni los deportados a Siberia por Stalin. Así las cosas, se dieron cita en La México unos cinco mil paganos antes del paseíllo; luego, cuando se nos cayó el cielo encima, la mitad de los valientes -¿gente inteligente?- desaparecieron.

Joaquín Angelino, quien confirmó su alternativa, estuvo dispuesto y torero toda la eterna tarde. En el primero, “Misionero” de nombre, logró los momentos más importantes del festejo. Poco le importaron al tlaxcalteca las condiciones del ruedo y las dificultades de un animal que no se confió nunca ni se entregó debido a la tormenta polar. Angelino de Arriaga logró grandes muletazos bien trazados por ambos perfiles, sobresaliendo una tanda de naturales templados y de muy buen gusto. No echemos en saco roto las trincheras elegantes y de clase, con las que entusiasmó al ensopado y tembloroso público. Mató con verdad, aunque hubo derrame, y la gente agradecida le sacó al tercio.

Poca fortuna tuvo el novel espada con el que cerró plaza, un toro muy débil y muy falto de casta. Angelino lo intentó todo, pero no se puede hacer guiso de liebre sin liebre. El comentario general era que por qué no le había tocado en suerte el lote de Fernando Ochoa…

El padrino de Joaquín, Rafael Ortega, también de Tlaxcala, fue –numéricamente- el triunfador (¿?) pues cortó la oreja de su primero. Los que algo saben no asimilaban la concesión del apéndice, pues la faena nunca levantó el vuelo. El de Arroyo Zarco colaboró escasamente, reservando y desparramando de continuo. Ortega hizo gala de oficio y entrega, entendiendo al toro y toreando bien al natural, mas no hubo nada realmente relevante.

Salió el cuarto y un peón chufla le despitorró de inmediato. El juez Andrade, un impresentable, dejó que picaran y banderillearan al pobre bicho, y luego decidió devolverle a los corrales, ya cuando el pitón roto se le estaba metiendo en el ojo al rumiante. El toro salió del redondel como una exhalación, cosa que ciertos villamelones alabaron diciendo: “¡Qué bravo era! ¿Te fijaste como se fue?”

Y Rafael, un torero con retorcido colmillo y muchas tablas, lidió al sobrero de La Punta a gran velocidad y puebleando de lo lindo. Trapazos vinieron y mantazos llegaron, pero eso sí, con gran enjundia. Lástima, ya que este torero apuntó –hace ya algunos abriles- tan buenas maneras que llegó a ilusionar a José Miguel Arroyo.
Lo de Fernando Ochoa es de pena ajena. Lo siento por él, pues había repuntado en sus anteriores comparecencias: ya no gritaba tanto y se gustaba en sus trasteos. Hoy la cosa pintaba mal desde que el michoacano partió plaza con medias negras, con una especie de polainas fúnebres que le asemejaban a un árbitro de futbol. Y a continuación le vimos desconfiado, fuera de cacho y con las patitas luctuosas temblorosas, como si de un matador viejo se tratase: hasta un revolcón se llevó en su segundo por adelantar y dejar mucha luz. Sus dos toros embistieron con fuerza y alegría, pero las dudas y los medios pases fueron el leitmotiv de su quehacer.
Hay tardes como ésta en la vida de todo aficionado cabal, o de todo inconsciente que gusta de la Fiesta; tardes que ponen a prueba los redaños del que se juega una pulmonía cuata en el tendido.

Vayan estas tardes aciagas y poco memorables a cuenta de las tardes de gloria, las de toros bravos y diestros artistas y pundonorosos. Pero oiga, y lo digo desde la hipotermia y el aburrimiento: ¿esas tardes todavía existen?

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