Gastón Ramírez Cuevas.- El público respondió de manera sorprendente en esta polar tarde de toros, digamos que en numerado se cubrió más de la mitad del aforo, es decir, había en la México unos doce mil parroquianos. El ganado de Teófilo Gómez estuvo como siempre, es decir fatal…

Toros: Siete de Teófilo Gómez, muy desiguales de estampa y juego, la mayoría débiles y mansos. A los dos primeros les fue concedido un absurdo arrastre lento. Los otros cinco fueron pitados en el arrastre.
Toreros: Rafael Ortega, dos orejas en su primero por labor completísima y estoconazo para el recuerdo. En el cuarto hubo división después de que pasaportó a la res de un bajonazo de libro.
Sebastián Castella, tres pinchazos y descabello en el segundo de la tarde para dar triunfal vuelta al ruedo después de un faenón de garra y elegancia. El quinto era un toro anovillado feo que fue pitado desde que salió, lo intentó torear después de haber regalado ya un séptimo y lo mató de estocada trasera: silencio. Al de regalo lo liquidó de dos pinchazos y una entera trasera: palmas.
Fermín Spínola, al primero de su lote lo mató de un pinchazo y estocada caída. En el sexto tampoco le acompañó la suerte y salió del paso con varios pinchazos y entera baja: tibias palmas.

Domingo 10 de enero del 2010. Décima corrida de la temporada de la Plaza de toros México

El público respondió de manera sorprendente en esta polar tarde de toros, digamos que en numerado se cubrió más de la mitad del aforo, es decir, había en la México unos doce mil parroquianos. El ganado de Teófilo Gómez estuvo como siempre, es decir fatal. Sin embargo, los dos primeros bureles se dejaron meter mano y representaron el papel de aquel famoso torito de la ilusión, ese que describe Leonardo Páez, el del animal bobo, repetidor y que embiste como una carretilla.
Rafael Ortega estuvo cumbre en el que abrió plaza. Toreó bien en los lances de recibo y luego llevó al caballo por chicuelinas andantes muy templadas y ceñidas, rematadas con un manguerazo de Villalta digno de un cuadro torero. Quitó por mandiles, chicuelinas antiguas y una media larga encomiable. Con los palos lució de verdad en un tercer par de poder a poder, levantando bien los brazos y asomándose al balcón.

Ya lo anterior era más de lo que hacen miles de diestros en docenas de tardes. Con la muleta, el torero de Apizaco, Tlaxcala, se sentó en los riñones y se gustó en derechazos mandones y largos, dosantinas y un extraordinario cambio de manos por delante. Lo que no se me borrará de la mente en mucho tiempo es la manera como se tiró a matar. Rafael arrastró la muleta con sapiencia y dio el pecho con verdad, hundiendo el estoque hasta la bola en el mero hoyo de las agujas. Debido a la entrega, el toro le prendió aparatosamente, antes de dar dos pasos más y rodar como la proverbial pelota. Si algo emborronó su triunfo fue que el misterioso juez Delgado sacó dos velocísimos pañuelos blancos sin dejar que el público exigiera la segunda oreja.

A continuación, don Eduardo, el presidente, remoloneó para darle arrastre lento a un toro que no lo merecía. Estamos en presencia de un usía que a veces se adelanta a los deseos de la masa y a veces pretende educar al respetable, un chufla, como les dicen a esos individuos. Ese primer toro valió la tarde, el boleto y la hipotermia.
Siguió el primero de Castella, un bicho tardo pero que cuando se decidía a embestir humillaba que era un contento. Sebastián quitó por ajustadas chicuelinas e inició su trasteo muleteril con estatuarios muy reminiscentes de don José Tomás.

Llevaba ya varias tandas olvidables por ambos pitones cuando un desorientado le exigió que se arrimara. El torero de Béziers se engalló y comenzó a torear largo y templado sin enmendar. El otro recuerdo imborrable de esta tarde fue un cambiado por la espalda a toro arrancado, aguantando la embestida a menos de dos metros.
Castella redujo las distancias a lo mínimo y templó con clase sin moverse un centímetro. Lástima que a la hora de la verdad el francés pasa como un rayo y nunca deja que el pitón derecho le roce la taleguilla. Se le fueron dos orejas y quién sabe, los villamelones y el juez bien hubieran podido darle un rabo si mata como Dios manda.
Lo demás fue lo de menos. Spínola pechó con unos mulos infumables y pegó por ahí algún esporádico muletazo espléndido, inclusive quitó por orticinas en su primero. Digamos que por él no quedó. Esta vez, la suerte no le favoreció y por más que el diestro capitalino porfió con capote, banderillas y muleta, la cosa fue bastante anodina por culpa de los execrables bureles de Teófilo.

Rafael Ortega hizo todo lo humanamente posible en su segundo, pero el pundonor y el oficio se estrellaron contra un toro débil, incierto y deslucido.
Castella aburrió al respetable con un torito anovillado despreciable. En ese quinto, la gente chilló de lo lindo, hasta que el torero galo regaló al sobrero. Nunca entenderé por qué Castella se empecinó en dizque torear a una sabandija sin clase y cuyas manitas daban pena.

En el séptimo de la tarde, cuando ya los tendidos se habían despoblado, Sebastián lo intentó todo. Nos quedamos con dos enormes cambiados por la espalda en los medios. El remedo de toro bravo se fue a menos, y pese al arrimón, la cosa perdió color. Arropado por el fervor popular, Castella podría haberle arrancado una oreja al burel, pero volvió a estar mal, muy mal con la toledana.

Creo que la empresa debía conceder medallas al mérito taurino a todos los que hoy soportamos una tarde de pseudo-toros, gris, gélida y larga, muy larga. Claro, Ortega demostró que cuando quiere puede borrar a sus alternantes. Desgraciadamente, eso ocurrió en los primeros treinta minutos de un festejo que rozó las tres horas y cuarto.

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