Morante_Logroño0Luis Carlos Peris.– Veía, de nazareno y oro, a un orfebre del toreo ir engarzando muletazos de forma despaciosa, preñada de temple, mayestática, plena de empaque y era algo onírico, como irreal. Qué delicia es ver torear como torea José Antonio Morante esa tarde en que baja el soplo divino para que un hipotético espíritu santo se haga carne y habite en la arena de una plaza cualquiera. Sucedía en Logroño, a la vera misma del Ebro para un milagro, que el gran río del norte ejerciese de viejo Betis a fin de que un torero ribereño se sintiese como en su casa. Daba igual qué ribera era esa que escenificaba la obra del último orfebre del toreo, heredero directo de Chicuelo, de Pepe Luis, de Pepín, de Curro… Veía embelesado cómo José Antonio iba engarzando perlas que parecían muletazos para una faena con forma de collar precioso y eso pasaba junto a otro río, en otra ribera, qué más daba.

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