Antonio PetitDesbordado, y no precisamente por la simple inercia, se comprueba que Morante de la Puebla anda viviendo en las dos ultimas temporadas en estado de gracia. Sin violentar sus conceptos del Arte del Toreo, se acopla a más toros que en otros momentos y muy rara es la tarde en la que la afición no sale de la plaza hablando de él, ya sea por una actuación redonda, ya por ese detalle glorioso que compensa a todo lo demás. Salvo en algunas tardes en el invierno mexicano, cuando se dejó vivo más de un toro, casi ha arrinconado la leyenda de las “espantás”.

Como corresponde a algo tan absolutamente singular como el toreo, se producen admiraciones y juicios que encierran un verdadero pleonasmo en torno a su figura, esa redundancia que busca dar mayor fuerza aún a lo que ya de por sí nace del parto natural de la belleza. Hasta por tal punto anda la venturosa situación de este Morante, que ha llegado el momento de repensar, especialmente desde quienes profesamos el credo de la Puebla, qué hay de sugestión y  qué de magia en todo ese ambiente colectivo.

Es de todo punto cierto que cuando se posee un natural sentido plástico del toreo, por el que acaba siendo verdaderamente escultural y pide a gritos la inmortalidad de las obras del maestro Benlliure, ya nos estamos moviendo en otra dimensión. Pero, a partir de ahí, no es menos cierto que la Fiesta, como bien decía el escritor belmontista, es a la vez lidia y toreo. Y así debe seguir siendo por los siglos. Por eso, los fogonazos tan tremendos y de tanto pellizco de este torero, conviene situarlos en su verdadero contexto.

No se predica aquí que al de la Puebla haya que ponerlo poco menos que en una cuarentena; esa sería una de las mayores bobadas que podrían decirse sobre un hombre de arte de su dimensión. Y más en épocas de tanta sobreabundancia de la vulgaridad. Lo que se trata de explicar es que, episodios refulgentes al margen, no viene mal serenar el espíritu a la hora de enjuiciar a Morante. No es fácil, desde luego, porque si algo hay de innato al toreo es precisamente la pasión, sin la que perdería buena parte de su sentido último cuanto vemos en un ruedo; pero como ejercicio intelectual la reflexión no sobra.

Por ejemplo, en muchas ocasiones vemos como Morante deja sobre el redondel unas verónicas excelsas, pero sin que en ellas haya una unidad conceptual, ni mantengan el mismo grado de pureza unas con otras. Pese a todo, levantan reacciones de admiración rendida. Pero si en otra ocasión surge una de sus medias abelmontadas, o a lo mejor un simple galleo para llevar al toro hasta el caballo, o unos muletazos por alto de esos a dos manos que son únicos, bastan estos hechos episódicos para que se disparen aún más todos los sentimientos. A lo mejor, a partir de ahí ya no sucede nada más que nos levante del asiento y sin embargo el simple recuerdo de éste o aquel detalle ya justifican que de los tendidos se salga hablando de este torero. ¿Esa realidad es una simple sugestión colectiva o responde a otro modo de reaccionar el alma del aficionado, o incluso del espectador ocasional?

De hecho, no parece que nos desviemos de la propia realidad si escribimos que, así como en otros casos el gozo o la decepción de muchos pasa por si este o aquel torero cortó o no muchas orejas, de Morante se espera de antemano que repita también de nuevo en esta Plaza ese detalle grandioso que se viene contando de tal o cual día en vaya a saber usted donde; con ello basta para dar por buena la decisión de haberse sentado en el tendido. Si históricamente ha resultado usual que no pocos espectadores se den por satisfechos si luego pueden contar a sus amistades o a sus vecinos eso de “yo vi ayer el triunfo de Fulano”, con el de la Puebla en cambio parece como si lo importante resulte poder presumir del “qué media verónica le vimos esta tarde a Morante”. Nos quedamos de esta forma a un paso del viejo dicho, que en ocasiones se le aplicó a Curro, de lo que representa más que un consuelo: “bien no ha estado, pero ¿no me negará usted lo bien que ha hecho el paseíllo, verdad? Ese paseíllo suyo ya nos compensó la tarde”.

Con ese repetirnos los unos a los otros la trascendencia de ese o aquel detalle casi sobrenatural, el morantismo esta rayando en los linderos de lo mítico. Bueno es ello para la salud de este Arte grande. Pero, en cambio, poco favor haríamos al toreo si todo no pasara de ahí, si hasta por un muy humano sentimiento de buen conformar, nos bastara el detalle, quizá asentado en la creencia de que el episodio completo es algo excepcional y reservado para un par de ocasiones en el año, si se dan. Si volvemos al ejemplo de Curro, no vive la Fiesta para que se convierta en realidad cotidiana, y además se la dé por razonable, aquello de “para ver a Curro hay que ir en su cuadrilla”, porque nunca se sabía cuando iba a ser el día y la hora de su explosión artística.

Por más que en todo esto haya de un movimiento hasta romántico, que de suyo viene bien, en cuanto rodea  al torero, Morante tiene que ser –y hasta tiene un cierto deber moral de que así ocurra–, mucho más que eso. Claro que se goza con la traída y llevada media de cartel, pero ni debemos ni podemos pararnos en semejante estación de este viaje. Y es que desde el morantismo confeso, que no por ello exige militancia de partido, cometeríamos una equivocación importante si pasáramos por alto que eso que le hace diferente no nace de un hecho singular; hunde sus raíces en las verdades permanentes del toreo, que la postre se soportan sobre una especie de sexto sentido que ilumina artísticamente a cualquier lance de la lidia.

Cómo los toreros que han marcado una época, el sentir de Morante se enraíza, de modo necesario, con otros elementos fundamentales. Y el primero de ellos es ese sentimiento belmontino de que el toreo nace del alma, que es la que insufla movimiento a todo el cuerpo. Y aquí no se trata de una forma de decir, ni de una manera de explicar lo casi inexplicable. Ese toreo nacido del alma contiene una concreción expresa y clara: es el que hace posible  el impulso singular que genera el acompasamiento natural de todos los movimientos de los brazos con los de las piernas y de la propia cintura, soporte indispensable cuando el toreo se concibe no como una línea recta, sino siempre en el esplendor de las curvas casi sinuosas e incluso insinuantes. Eso es la armonía, de acuerdo con la cuál es todo su cuerpo el que se mece al son del buen toreo.

Para quien mira a un ruedo con la mente dispuesta a dejarse sorprender, Morante lo pone bastante fácil, hay que reconocerlo. Pensemos, por ejemplo, en uno  de sus lances a la verónica. Como hemos referido alguna vez, lo primero que hace este torero es traer embarcado al toro en las bambas del capote desde que inicia su arrancada; no espera que llegue a su jurisdicción, desde antes ya está toreando en sentido pleno, esto es: sometiendo. Luego de manera lenta y gradual le va bajando las manos, para que el toro se entregue en ese medio círculo hasta enroscarse alrededor de su cintura. Para al final, cederle espacio y ritmo en la salida, sin dar un telonazo, de forma que toro y torero queden de nuevo colocados para el siguiente lance. Cuando estos elementos se dan, qué natural y qué rotundo nace el lance, qué natural y qué rotundo surge el olé.

Más allá de los valores estéticos, por estimables que sean, estamos trascendiendo de modo natural desde esta forma plástica de concebir el toreo hasta la propia lidia, incluso en su sentido finalista de preparar al toro para la muerte. Entendido así este arte, no sólo se crea estética, que en efecto se crea, sino que inseparablemente se está construyendo propiamente la lidia, esto es: ahormar al toro en su embestida, enseñarle el camino por el que debe ir, acompasar sus bríos, desarrollar el fondo de bravura que atesora el animal; en suma, se cumple plenamente la sentencia orteguiano: preparar al toro para la muerte. Esto es, se reúnen todos los elementos básicos para que el toro tenga la posibilidad de demostrar cuánto de bueno se esconde en su reata, a la vez que se explicitan las categorías esculturales que se esconden en el toreo. De esta conjunción de la lidia y el toreo nace el verdadero Arte, el inmortal.

Cuando tal ocurre hasta marginal resulta si el toreo nace sobre las piernas, o si resulta de la conjunción de todos los demás elementos en la rectitud de la figura. Lo auténtico, lo verdadero, diría que incluso lo que perdura en la historia, es el hermanamiento entre la lidia y el toreo. Tengo para mí que sólo desde esta concepción puede entenderse lo que realmente Morante está llamado a realizar en un ruedo, que va mucho más allá de modas, de sugestiones colectivas y de magias. Si se prefiere,  vayamos a decirlo en el castellano directo: Morante no puede concebirse como la grandiosa anécdota del Arte del toreo; Morante reúne todos los elementos esenciales que definen al Arte mismo. Luego, unos días estará mejor y otros peor; pero tal hecho circunstancial eso en nada  altera la esencia misma de la razón de ser de su toreo.

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