Dos faenas de corte artístico realizó Lama de Góngora en lo más destacado de la tarde, aunque el sevillano falló con la espada. Floja y mal presentada novillada de Juan Pedro con añadidos de Parladé, y poca huella en Ritter y Caballero

Plaza de toros de Sevilla. 1ª de Feria. Media plaza. Cuatro novillos de Juan Pedro Domecq, el 5 bis como sobrero, y dos, 1º y 6ª, de Parladé. Mal presentados, flojos y descastados. El mejor, el segundo. Saludaron en el sexto Cándio Ruiz por su lidia, y Antonio Osuna y Antonio Ronquillo en banderillas. 

Gonzalo Caballero, blanco y plata, estocada atravesada (saludos). En el cuarto, estocada tendida y atravesada y tres descabellos (silencio). Fue atendido en la enfermedía de conmoción cerebral y policontusión. Leve.

Sebastián Ritter, celeste y oro, estocada tendida y caída (silencio). En el quinto, cinco pinchazos y cinco descabellos (silencio tras aviso).

Lama de Góngora, grana y oro, tres pinchazos y bajonazo (saludos). En el sexto, cuatro pinchazos y tres descabellos (saludos tras aviso).

Carlos Crivell.- Sevilla

Foto: Álvaro Pastor Torres

Casi todo fue dechado de modernidad en la novillada de apertura de la Feria de Sevilla. Es lo que abunda entre los coletudos de esta hora. Los nuevos toreros han mamado el toreo clónico de las espaldinas, las tafalleras, los arrimones y demás suertes sin una pizca de arte. Los públicos lo celebran y cualquier chaval que sueña con ser torero lo pone en práctica.

Lo difícil es andar por la plaza en torero, entrar y salir de la cara del toro con elegancia, instrumentar suertes clásicas sin prisas, darle al toro la distancia que pide en cada momento, en definitiva, tener torería, que si me apuran se puede llamar arte torero. Cada uno que lo llame como quiera. En la novillada de apertura el contraste fue nítido. Un chaval nacido en el Arenal de Sevilla puso sobre el albero todo ese compendio de virtudes que se llevan en los genes y que definen a un torero distinto.

Frente a la modernidad, la torería de Lama de Góngora, un oásis entre novillos vulgares y novilleros clonados. Lo más insólito del sevillano fueron sus largas cambiadas a portagayola. Es un detalle. Lama no debe saber, y que no aprenda, a dar tafalleras espantosas, ni gaoneras tropezadas. Le gusta regalar chicuelinas del mejor estilo sevillano. No es torero de arrimones y no acaba sus faenas con rodillazos o manoletinas. Lama se mueve por la plaza como un torero marcado por el sello del buen gusto.

La tarde llevó su nombre de principio a fin. El tercero fue tan noble como flojo. No cabía bajar la mano. Nada de profundidad. El de pecho que abrochó la primera tanda fue de cartel. Los cambios de mano, para esculpirlos. Con la izquierda, cuando la faena parecía extinguirse, toreó tan despacio como han podido hacerlo los mejores artistas de siempre. El postre fue un kikirikí digno de cualquiera de los maestros del toreo según Sevilla.

Esta faena al tercero y la más compacta del sexto fueron el epicentro de la novillada. Fue un novilo de cabeza alegre que moldeó el banderillero Cándido Ruiz en una lidia soberbia. Paco Lama sumó a su tarde un nuevo detalle: capacidad para encauzar las alocadas arrancadas del animal. Construyó una faena en la que ayudó al de Juan Pedro a sentirse cómodo en la embestida. Faena con trazos de clase grande y que descubrieron un torero de mente lúcida. Y todo con reposo, distancia, elegancia, andares pausados, lo que siempre se ha dado en llamar torería.

Estas dos faenas, que le hubieran valido cortar sendos trofeos en tarde tan crucial como su debut con picadores en Sevilla, quedaron malogradas por el pésimo uso de la espada. Quedó, por encima de otras cosas, su torería, la que impregna las formas de un niño criado en el Arenal de Sevilla.

La plaza lamentó cada pinchazo como quien pierde algo muy suyo. Toda la plaza salió hablando de toros. Y lo más importante en los tiempos que corren: la gente quiere volver a ver torear a Francisco Lama de Góngora.

Hablando de modernidades, la novillada de Juan Pedro lo fue en exceso. Muy mal presentada sin excusas, pobre de fuerzas y carente de casta. Casi todos, un saco de sosería sin chispa. Algunos se dejaron torear al sacar un fondo de nobleza. No es este tipo de reses el que requiere la emoción del torero actual.

Gonzalo Caballero, triunfador del pasado año, sorteó primero un astado apagado sin alegría. El chaval lo intentó. Ya finalizado el trasteo se puso a dar bernadinas y el animal lo atropelló. Tras matarlo se fue a la enfermería desmayado y sin resuello. Salió a matar al cuarto y tropezó con uno de los animales de menos clase del encierro. Siempre con la cara alta, ahora Gonzalo acertó a templar con la derecha en una demostración de valor, algo que posee sin ninguna duda, aunque acabó atropellado.

El colombiano Sebastián Ritter dejó muestras de valor y de inexperiencia. Es normal; su bagaje es muy corto. Su espejo es Castella. En su contra, que el segundo de la tarde embistió mucho y el joven colombiano no le encontró nunca las teclas, concepto muy moderno éste de las teclas, para poder lucir sus embestidas. Ahogó al animal en su obsesión modernista de quedarse quieto y ligar sin darle distancia al astado. La mayoría de las veces estaba en el cuello del novillo. El sobrero lidiado como quinto fue un inválido que el palco no se atrevió a devolver. Es decir, que se lidió un novillo inútil para la lidia. Ritter anduvo voluntarioso y reñido con el temple, ante un burel informal. La novillada la salvó Lama, de Sevilla y del Arenal.

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