Álvaro Pastor Torres.- En mi juventud ejercí ocasionalmente de ayuda de mozo de espadas con Francisco Sánchez Romero, un amigo de Rota que lo intentó y acabó de auxiliador con uno de los Domecq antes de retirarse definitivamente de esto. Por esas plazas de pueblo, donde lo peor muchas veces no era el ganado que pisaba la arena sino el que se sentaba en los carros y los tablones de la portátiles, aprendí más que en 15 años de abonado en la Maestranza. Uno de los rituales el día del festejo era la mentira piadosa al novillero a la vuelta del sorteo: siempre le había tocado el lote más bonito, parejo y cómodo de cabeza, aunque en verdad le esperaran en los chiqueros dos tíos con cara de pocos amigos, en puntas y con 230 kilos a la canal.

No sé si a Morante ayer le mintió su peón de confianza, pero los toros que le tocaron en suerte –o para ser más exactos, en desgracia- eran feos como ellos solos, estrechos de sienes, tocaditos arriba, gordos, sin cuello. Y por si esto fuera poco encima los dos enseñaban las puntas. Además los cinqueños y regordíos toros de Gavira, con la divisa blanca y el viejo hierro de Pepe Marzal -paisano de Filiberto Mira, en cuyo libro El toro bravo, hierros y encastes aprendimos muchos los rudimentos de la cabaña brava española- salieron mansos de manual: corretones, huidizos, buscando la salida de caballo, rajados a las primeras de cambio y rehuyendo en todo momento la pelea. Y no uno ni dos, sino los seis. Sólo les faltó berrear.

En la grada (perdón, sol alto, que no me acostumbro) se pronunció una frase digna de Paco Gandía, autor de máximas hispalenses insuperables como “tienes más salidas que la Alfalfa” o “ese hombre que llevaba sentado más tiempo que la Virgen de los Reyes”. Estaba Luque a trompicones con su primero cuando un vecino de localidad sentenció: “éste está más enganchao que un gorrilla de Bami”.

Como el primero no quería ver al torero, pues Morante tampoco lo quiso ver a él y abrevió, dividiendo las opiniones. Con el cuarto lo intentó a ráfagas. Lo mejor de la tarde lo firmó un decidido -pero horrorosamente vestido en color y bordado- Talavante, sobre todo por el temple que atesoran sus muñecas. Lástima que su primer trasteo fuera de más a menos. Daniel Luque, por aquello de que lo mejor de la comida es el postre, tumbó patas arriba al último de una buena estocada.

De regreso a casa el centro de la ciudad bullía animado como tarde de sábado que era; unos muchachos ensayaban en la plaza del Museo bajo una cruz de mayo tamaño XXL, y una pareja de novios inmortalizaba fotográficamente en la Gavidia sus ilusiones con Daoiz por testigo; las nuestras se habían quedado en la plaza por culpa de una piara de mansos y de enganchones. Mañana será otro día, si Dios quiere.

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