José Luis Garrido Bustamante,.- Morante debió haber cortado por lo menos una oreja en la tarde de ayer pero se fue a su casa de vacío. Hay quienes consideran inexplicable la negativa del presidente y existen también los que atribuyen la polémica decisión a una cierta insensibilidad de los tendidos de sombra en los que no flamearon los pañuelos como hubiera sido deseable. Por menos de lo que hizo el de la Puebla se han agitado los más circunspectos espectadores y se ha sensibilizado el duro corazón que en teoría se puede atribuir a cada autoridad presidencial.

Lo malo es que aptitudes así pueden atribuirse igualmente por una parte a la ignorancia, por otra al injustificable capricho o a un erróneo ejercicio al servicio de unas normas estrictas y, en este caso concreto, por una inadecuada medición del número de pañuelos que poblaban el aire de la tarde con su habitual aleteo de palomas. Había tantos en el sol como para doblar los que faltaban en las localidades caras.

Fue, pues, una equivocación. Tan incomprensible para muchos como la devolución del toro más bonito que saltó a la arena.

Ahora bien para mí que quien se equivocó de verdad fue José Antonio Morante de la Puebla. Y con esto le echó el freno a la crítica de la actuación de la presidencia no sea que salpique a mi buen amigo Jesús Martín Cartaya cuya sombra amable puede proteger durante la temporada al usía a cuyo lado toma asiento.

Digo que se equivocó ese torerazo en el que Sevilla ha vuelto a encontrar su ídolo en la torería porque después del valor, la pericia y la decisión que le echó al trasteo de su segundo enemigo, un manso peligroso que tenía tres y la bailadera, ya no le va a quedar razón alguna para rechazar a cualquier otro parecido como hacía, en tiempos felizmente idos, con ese mohín de niño mimado al que le niegan un caramelo.

Yo recordé entonces un soneto que le escribí no ha mucho y con el que me atrevo a cerrar estas líneas apresuradas

El ala de un arcángel marismeño
abriose cual si fuera un camafeo
templando con la norma del toreo
al toro su fiereza en loco empeño.

El ala fue muleta en el diseño
del más florido y tierno devaneo:
coloquio con la fiera su aleteo;
delirio creador, su arte de ensueño.

¡Qué mágia! ¡Qué pureza! ¡Qué locura!
¡Qué plástica torera! ¡Qué elegante
la pose del espada, su apostura!

Pintor de la belleza fascinante
del arte del toreo, la figura
al pie lleva su firma… y es Morante.

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