Álvaro Pastor Torres.- En el Arenal de Sevilla, cantado por Cervantes, Lope de Vega y Tirso (citados por orden de alternativa en la imprenta); vaya trío. Una terna de artistas en lo suyo, como los que se anunciaron ayer en la duodécima de abono, lástima que al final, después de jugarse los chicos, flojos y anodinos Jandillas y Vegahermosas (el segundo hierro de la casa, cuyo nombre que evoca más la marca de una buena caja de puros que el de una ganadería brava) sólo queden en el recuerdo algunos lances con el capote de horribles vueltas moradas de Aparicio, unas verónicas morantistas de las que paran los relojes y una lección de honradez y buen gusto del torero de La Puebla ante un incierto sobrero de Javier Molina.

Las tardes de festejos mayores, desde la Puerta del Arenal hasta la plaza de los toros, la zona vuelve a ser el barrio contradictorio del siglo XVI, donde se da cita lo más granado de la sociedad sevillana –y hasta española-, y también los herederos Rinconete, Cortadillo o la Gananciosa. El patio de Monipodio se traslada por espacio de tres horas del imaginario cervantino -mi amigo Paco Robles diría seguro que de la Granja de San Francisco- al malbaratillo sobre el que los caballeros maestrantes levantaron, extramuros de la ciudad, un coso estable y bello.

Loteras todas de negro hasta los pies vestidas, limpiabotas, gitanas con romero, reventas –¡sombra baja, oiga, tengo sombra baja!-, cigarreras, carteristas -cortabolsas les llamaban en el siglo de oro- y demás buscavidas se dan cita en el contorno externo del coso, definido por una poetisa (Antonia Díaz, la mujer de Lamarque de Novoa, que en el callejero fue menos agraciado y terminó rotulando una vía en los chirlos mirlos), una dama muy caritativa (Gracia Fernández-Palacios), un emperador (Adriano, varón, pero sin fanatismos, como dice mi amigo Manolo) y un tal Cristóbal Colón, que se topó con el Nuevo Mundo buscando la India. Sólo faltan las hetairas o meretrices –mis alumnos de la ESO dirían directamente putas- que pululaban por el compás de la Laguna o de la mancebía –¡ay si hablara la calle Castelar!- y que acabaron arrinconadas por Quirós o Rositas.

Pero volvamos a lo que dio la tarde. Aparicio dejó ir el animal más claro del encierro –el que abrió plaza- en un trasteo despegado, sin ligazón y con muchos enganches. Intentó al final un quite del perdón en el segundo toro del nieto de Antonio Ordóñez –o hijo de Paquirri, como prefieran-, pero las enfurecidas “lectoras del Hola” lo hicieron desistir.

Cayetano, ni fu ni fa. No se le dio valor –porque tampoco lo tuvo- a lo que hizo ante su esmirriado y claudicante primero. Con todo, la parroquia mayoritariamente femenina se hartó de tocar las palmas. Venía de blanco y plata y no se manchó; mucho no se arrimaría. Gustose rodilla en tierra con el capote durante el sexto, pero fuese (el tercio varas) y no hubo nada.

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