Gastón Ramírez Cuevas.- Nada memorable había podido hacer Morante en el que abrió plaza, excepto las mecidas verónicas a las que nos tiene acostumbrados, un bicho muy débil al que picaron de forma atroz. Se acercaba ya el último toro de la feria para el de La Puebla y el balance era cada vez más preocupante: siete toros lidiados, uno vivo, y tan solo un ramillete de genialidades. Pero salió al ruedo “Dudosito” y todo se volvió gloria y alegría.
Hay que decir que el de Núñez del Cuvillo no parecía nada del otro mundo en los dos primeros tercios por su tremenda falta de fuerza. Con algunos delantales, las dos chicuelinas y un par de medias verónicas, el toro colorado parecía haber sacado la bandera blanca. Para fortuna de todos nosotros, después desarrolló una nobleza infinita y logró mantenerse en pie. Vamos, era lo que en México llamamos el torito de la ilusión.
Y vino la catarsis en su tercera acepción, que es ésta: “Purificación, liberación o transformación interior suscitadas por une experiencia vital profunda.” ¡Hay que ver cómo templó Morante, con qué suavidad y en que terrenos pegó los muletazos! Hubo un pase cambiado en tablas; tandas de derechazos perfectos; naturales muy largos, tanto con el compás abierto como a pies juntos y de frente, pero siempre cargando la suerte, siempre exponiendo una barbaridad; molinetes; enormes pases de pecho, etc.
El coleta andaluz nos obsequió un recorrido perfecto por el museo de su tauromaquia, y como mató de verdad, el público hispalense, enloquecido, pidió y obtuvo para su torero fetiche las dos orejas. Sólo cabría pedirle a Morante que un día nos trajera a La Maestranza un toro duro, poderoso y bravo, para verle en todo su esplendor, pero eso es tan remoto como que su seguro servidor se saque los Euromillones, pues las ganaderías que escoge José Antonio Morante Camacho basan su fama en producir toros como ese “Dudosito”. La alquimia en hierros como el de Núñez del Cuvillo y similares funciona más o menos así: sale un rumiante nobilísimo por cada setecientos trece bovinos que más parecen ovinos por su pastueña forma de actuar. Ni modo, es el precio que se paga por ver a Morante en plenitud un viernes de farolillos en la plaza más emblemática del mundo taurino.
El segundo espada, Julián López El Juli no las tuvo todas consigo, de hecho, fue herido por su segundo enemigo. Vamos por partes. En el primero de su lote, Julián practicó su tan gustado toreo de expulsión, perfilero y ventajista. Su faena de muleta no emocionó sino a los entendidos de garrafón, a esos que confunden al Rey Lear con el Rey León y a las várices con la avaricia.
En el quinto, cuando El Juli se notaba bastante molesto porque Morante había cortado dos orejas y Roca Rey una, se vivió un momento de gran aflicción. Juli estaba porfiando con un toro que no tenía malas intenciones, pero que tampoco tenía casta buena ni fuerza. En un momento dado el espada estaba atravesado y muy confiado, tan es así que el toro se lo encontró en la mínima distancia y le pegó una cornada de 15 centímetros en la nalga derecha. Realmente al torero madrileño le salió barato el numerito, pues por poco le propinan un tabaco gordo. Después del percance vimos –cosa rara hoy día- muy buen toreo al natural de El Juli. Tristemente a la hora de la verdad pasó lo mismo de siempre. Eso no obstó para que el público le tributara una fuerte ovación en el tercio por el arrimón, las ganas de triunfo y el haber permanecido en el ruedo para acabar con su toro a pesar de estar herido.
El tercer espada, la gran promesa del toreo peruano, Andrés Roca Rey, recibió a su primer toro con una gallardísima media larga de rodillas en tablas y algunos mandiles. Luego quitó por saltilleras. Con la sarga, el carismático torero limeño estuvo muy valiente y muy largo. Hubo estatuarios, derechazos, cambios de mano, naturales, arrucinas, y unas joselillinas finales en las que Roca Rey se aplicó ungüento de toro.
Mató yéndose tras el acero como los machos aunque el resultado fue una entera defectuosa baja. En la incipiente tauromaquia de Roca Rey hay temeridad pero también buen gusto, y por eso la oreja fue ampliamente merecida.
En el que cerró plaza, el coleta sudamericano se pegó un arrimón como para pegarle un susto al miedo. Ese sexto fue uno de esos cuvillos ásperos y desrazados. El de negro tiraba tornillazos por doquier, pero eso a Andrés le tiene tan sin cuidado como el vendaval que soplaba de repente. En su faena de muleta hubo infinidad de pases inverosímiles por la espalda, arrucinas temerarias, pases de pecho de un aguante colosal y otros muletazos (fundamentales y de adorno) en un palmo, con el jovencísimo torero metido al cien por ciento en los terrenos del toro. Lástima que se precipitó a la hora de matar y que todo quedó en una salida al tercio.
Señalemos que es bien sabido que la afición sevillana no gusta del tremendismo, pero que, curiosamente, se le ha entregado sin el menor reparo a Roca Rey. ¿Será porque lo que se ve no se juzga? En el toreo caben muchas personalidades y estilos, pero el que se viste de luces necesita ser distinto al resto de los mortales y tener una buena dosis de corazón y locura. Thomas Carlyle, el escritor escocés del siglo XIX, dijo que los hombres necesitan héroes. Creo que hoy nos tocó ver a dos de ellos cortar orejas.