Manuel Grosso.- Admito que profeso una extraña admiración por David Fandila El Fandi, no como torero, sino como persona. Torear noventa y ocho corridas, como lo hizo el año pasado, significa mucho para mi. Tiene que ser como el placer que encuentran los corredores de la maratón, que radica específicamente en superar un reto consigo mismo. El escritor japonés Haruki Murakami afirma en su último libro, que cuando uno se somete a tan durísima prueba tiene que tener claro que “el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional y depende de cada uno”. Algo parecido debe pensar el Fandi cada tarde que sale a los ruedos de esos pueblos de Dios. Tiene que ser aun mas trago cuando se apunta a matar una corrida de toros en Sevilla o en Madrid, donde sabe que ni se aprecia su toreo, ni el público se lo agradece, y cuando además, su temporada no depende en absoluto de presentarse en estas plazas.

Repetir el numero de las banderillas, hacer un esfuerzo físico importante, intentar darle algún que otro muletazo y luego tirarse a matar lo mejor posible, se tiene que convertir a veces en un calvario. Aunque también es cierto que hay un público especial, mayormente compuesto por no aficionados, que se lo agradecen y lo trata como si fuera una figura del toreo. Ayer, válgame Dios, que a diferencia de sus compañeros lo intento con toda la perseverancia de la que fue capaz, pero no le sirvió de gran cosa en gran parte porque dirige su técnica en una dirección errónea.

Parte del público se lo valoró, y hasta le pidieron una oreja en su último toro, pero él sabe que ello no era posible, al menos en Sevilla. La empresa debería plantearse el que últimamente, con el pretexto de que los sábados de feria viene mucha gente de los pueblos, nos repitan la terna de marras sistemáticamente el mismo día. Es un poco como minusvalorar al público procedente de las localidades cercanas a la capital, pues hoy en día también hay otras opciones que llenarían el coso maestrante. Ser de pueblo no necesariamente tiene que equivaler a ser una fanático de la vulgaridad.

Y para vulgaridad desesperante la de Manuel Díaz El Cordobés, cuya muleta tuvo el extraño merito de no rozar jamás el albero de la plaza. De Rivera Ordóñez solo se puede preguntar uno porqué sigue toreando, cuando a la vista está que ni le gusta, ni le interesa lo mas mínimo, desde hace ya muchos años. Si su abuelo o su padre vivieran, seguro que ya se lo habrían dicho. Si algo esta claro en el toreo es que de la vulgaridad jamás puede transformarse en arte.